14:02:00

YO MATÉ A JAVIER SOLÍS

Publicado por ERICK CENTENO |

Lo malo de todo fue que se lo dije a Elmer Mendoza -que no es mi pariente- y quien, segurito, escribirá una historia parecida. Pero a mí también me la contaron, Trejo y Juan José. La mera verdad, fue Trejo, porque Juan José sólo hizo las acotaciones pertinentes y brindó con nosotros mientras se desgranaba la historia. Me lo dijeron entre carcajadas, allá en El Barrilito, al tiempo que una bailarina se contorsionaba encima de nuestra mesa. Era una morena de bikini verde a quien Ernesto -tan putañero que ha provocado los regaños y las maldiciones de su madre- le puso el ojo desde que cruzamos la puerta de batientes de esta cantina devenida table dance y que, a decir de mis amigos mazatlecos, rifa hoy mucho más que el celebérrimo Tarrandas donde tan memorables y polvorientas borracheras nos hemos puesto y cuya fama sólo es superada por el Apache, sito allá por el Malecón, donde por módicos cincuenta pesos las bailarinas se quedan tal y como Dios las echó al mundo.
Así que si la historia es falsa, cúlpese a Trejo y a la borrachera -borrachera de puerto, de nivel del mar, inexistente a decir de mis amigos-, quienes la inflaron tanto que me vi obligado a sacar mi libreta para apuntar aquel, Chuy Tibiezas, apodo de una de las mariposas más célebres y celebradas de Guamúchil, en aquel entonces pueblo y hoy ciudad donde -dicen las buenas lenguas- nació Pedro Infante aun cuando como cantor popular su cuna es motivo de disputa entre por lo menos otras tres poblaciones del Pacífico.
Las otras lenguas -las malas- dicen que el apodo del Chuy se lo dejaron sus amantes a quienes en la cama acusaba de poco ardor, de tibieza erótica, lo cual, ahora, ya mayor, le ha dado harta fama entre el paisanaje que no lo deja ni a sol ni a sombra, máxime si, como dice Trejo, él es el culpable directo de la muerte del último de los tres grandes de la canción mexicana. Por supuesto que habló del inmortal intérprete de Payaso, Sombras, En mi viejo San Juan y Siéntate a mi lado, esta última, una obra rompemadres en la cual con ambigüedad poética un tipo le pide a una fichera que lo acompañe; llora pero jamás sabemos el porqué y la resolución del misterio queda en manos del escucha quien debe adivinar cuáles son las penas que lo aquejan, mientras "va secando el llanto que el humo en mis ojos dejó".
Cuando la historia ocurrió -dijo Trejo- Chuy Tibiezas era un muchacho pero ya todos en el pueblo sabían para qué lado cojeaba su natural. Javier Solís era el ídolo de ídolos aunque Chuy lo admiraba muy a su manera y por ello se negaba a practicar las poses, a usar la ropa de norteño que el cantante puso de moda y menos aún los paliacates al cuello y las camisas de botonadura brillante, uniforme de rigor en aquel tiempo entre el pleberío. No, nada de eso: el Chuy se miraba en el espejo y se ajustaba la cintura, usaba pantalones blancos recortados a la altura del tobillo y una camiseta de manga corta, tal y como se vestía en una revista de monitos María Elena, su heroína favorita, aquella conquistadora de un galán que era copia al carbón del intérprete de todas esas canciones que los chavales entonaban acompañados de una guitarra mal afinada y del estruendo de los miles de pájaros que llegaban a dormir entre los arrayanes de la plazuela.
Chuy cantaba a Chelo Silva o, mejor dicho, la imitaba: las poses, los gestos y hasta la voz. Iba, desde entonces, a contracorriente de la moda.
Trejo lo conoció cantando en una de sus tantas cantinas. Entró a tomarse una cerveza y se quedó fascinado por la peluca rubia y los andares de gran señora del Chuy Tibiezas, quien, grabadora en mano y de mesa en mesa, gorjeaba los éxitos de las famosas, recreando cada uno de los tics, los adames, el mohín aquel que había hecho célebre a la estrellita en turno. En la calurosa tarde Trejo oyó a la mismísima Chelo -el mayor orgullo de Chuy-, a Lucha Villa, Daniela Romo y Celia Cruz, de quien los parroquianos le exigían una y otra vez "Tu voz".
Fue ahí donde le soltó la frase que años más tarde mi amigo repetiría en la mesa de El Barrilito, en un vano intento por recobrar la mirada, la forma en que el rostro maquillado de Chuy se iba transformado con el recuerdo y surgía adolescente de nuevo, parado frente a la entrada de artistas -la misma puerta de boleteros y acomodadores- del cine Cocos por donde habría de salir el ídolo de Tacubaya.
-Yo maté a Javier Solís -le dijo.
Justo eso fue lo que le conté a Elmer Mendoza mientras devorábamos un cebiche de camarón -lo cual es una herejía porque en agosto, se quejaban mis amigos como buenos conocedores, el crustáceo es casi todo de cultivo y su sabor es muy diferente al de mar- y un pescado zarandeado. Se lo dije mientras la brisa de Altata atenuaba los rigores del calor veraniego, teniendo como testigos a la Chavira y al Juan Esmerio. Elmer sólo soltó una de esas enigmáticas sonrisas que guarda en su repertorio para decirme, sin ambages, que ahí estaba el título de un cuento.
Y entonces dejé ir el resto de mi historia como quien arroja su última carta en una mesa de póker.
Chuy no quería ser como Javier Solís aun cuando su cuarto se encontraba tapizado de fotos del cantante. Lo amaba. Era su pasión. Por eso, cuando se anunció que la Caravana de las Estrellas actuaría en el Cocos, ni tardo ni perezoso fue con el dueño del cine a rogarle que lo dejara presentarse al lado de su ídolo, cantando, por supuesto, todas aquellas letras aprendidas mientras preparaba la comida y remendaba los trapitos de la familia. Pero se llevó el chasco de su vida: el empresario sólo rentaba el inmueble a un productor de la capital a quien -se lo dijo con cierta amargura- le tocaba la mayor parte del pastel.
Chuy hizo entonces lo que todo mundo: compró su boleto. Pero ni siquiera consiguió un lugar en las primeras bancas del cine, todas reservadas desde muy temprano por las familias pudientes. Se conformó con ver a su admirado Javier Solís desde la entrada del cine ahí donde los impuntuales tuvieron la mala fortuna de escuchar aquellas canciones coreadas muy a la chiticallando; repitiendo, al unísono con el intérprete esas letras aprendidas de memoria: "estoy en el puente de mi carabela" o tal vez "en cofre de vulgar hipocresía, ante la gente oculto mi derrota " o a lo mejor "si me llaman el loco..." y rematar, casi en un suspiro, con aquel "ea" que era su sello de distinción, la marca de la casa.
Pero bien dicen que los últimos serán los primeros y poco antes de que la turbamulta saliera del cine con el canto en los labios y felices de aquel programa caravanesco, cuando a varios de aquellos espectadores se les saltaban las lágrimas tras escuchar "adiós, adiós, adiós, Borinquén querido...", Chuy se aposentó en la puerta de las estrellas y ahí aguardó, defendiéndose con uñas y dientes de los embates de sus paisanos, quienes luchaban por un autógrafo del ídolo o, de perdida, por poner una de sus manos sobre sus espaldas o cualquier otra parte de su anatomía.
Justo ése era el deseo de Chuy, pero mucho más íntimo, y lo cumplió.
Por lo menos así se lo contó a Trejo.
"Me lo pastelee que no tienes ni idea". Le dijo mientras bebía una cerveza en la mesa de mi amigo, sujetando su grabadora de pistas como si se tratase de un tesoro.
Así fue. Al amparo de la multitud, Chuy Tibiezas le metió mano a Solís. Lo toqueteó de arriba abajo y aun pudo comprobar que el cantante no había sido muy bien dotado por la naturaleza. Sin embargo, el propio protagonista lo cuenta, aquella manoseada que enfureció a su adoración fue la causa de su último mal. Ya venía enfermo -le dijeron que del hígado- pero la verdad es que fue tal su coraje ante la imprudencia de aquel adolescente que apenas llegando al hotel se desmayó. De aquí se lo llevaron a Los Mochis, los subieron al avión y lo trasladaron a un hospital capitalino. Al mismo hospital donde, quince días más tarde, se anunciaba esa muerte que llenaba de luto a la canción mexicana.
Eso fue todo lo que me contó Trejo al ritmo de alguna canción de John Lennon porque aquí, en El Barrilito el eclecticismo del discjockey está más allá de cualquier duda razonable y lo mismo nos receta a Bono y U2 que a la Banda del Recodo o a los Alegres de Terán.
-¿De veras eso fue todo?- preguntó Elmer, como aguardando a que la historia siguiera, que no se detuviera ahí, que continuara como algún cuento de Las mil noches y una noche.
Pero eso fue todo.
Como la noche se nos venía encima, pagamos y nos encaminamos al auto.
La mar estaba en calma.
Leo Mendoza

8:30:00

Cuento de Coco

Publicado por ERICK CENTENO |

Sonó el teléfono.Alo, dijo Sed

Hola Sed, te habla Dios, sorry que te moleste pero necesito que me hagas un favor, dijo con voz muy baja y algo sospechosa

Si Dios dime ¿qué puedo hacer por ti?

Como tú sabrás, yo todo lo puedo ver y sé que esta mañana fuiste muy temprano a comprar y la señora que te dio tu vuelto, te dio cambio de más y tú no lo devolviste, ¿verdad Sed?

Tienes razón, no lo devolví…sorry no pensé que hacía mal. Contestó algo avergonzado Sed.

Bueno, bueno hijo no te preocupes, sólo quiero que me hagas un favor con ese vuelto que te dieron de más; quiero que me compres todos los preservativos que puedas, lo que pasa es que ha caído por acá una chica recontra pecadora a pedir perdón y yo estoy sin protección…dame una mano con este favorcito y todo está arreglado entre nosotros, OK? Dijo Dios hablando aún de manera muy baja, pero ya evidentemente menos sospechosa.

Sed accedió y raudamente fue tras su indulgencia

Compró muchos preservativos, pues el vuelto que le quedó era más o menos grande, luego se puso a pensar cómo diablos iba a entregarle los condones a Dios, la idea de ir hasta el cielo le jodía bastante pues el camino era larguísimo y estaba lleno de ladrones.

Mientras Sed salía del colegio de su barrio donde compró los preservativos, seguía pensando cómo hacer para darle los condones a Dios cuando de pronto, empezó a timbrar el teléfono público que se hallaba a un par de metros de la puerta del colegio.

Sed se sorprendió, pero como no vio a nadie más cerca del teléfono público se acercó y contestó.

Hey Sed, hola soy yo de nuevo, dijo Dios, mira loquito déjame los condones ahí nomás en el teléfono público que yo paso en unos segundos a recogerlos, más bien gracias por todo, de verdad me salvas de una grande socio, tú sabes que no sería bueno si la gente me ve entrando a comprar jebes, luego se entera al toque todo el mundo y todos empiezan a hablar huevadas, gracias de nuevo, tú pásame la voz cuando necesites algo nomás, más bien ya te corto porque se acaba el saldo de mi celu, adiós. Colgó

Sed dejó los preservativos en el teléfono público y comenzó su camino a casa para empezar a estudiar para un examen que tenía al día siguiente. Mientras caminaba volteó a mirar hacia atrás y vio como un niño se acercaba al teléfono público y cogía la bolsa donde estaban los preservativos, seguidamente llegaba Dios y se los arranchaba de manera violenta y lo castigaba con un lapo en la cabeza luego, se marchaba rápido mirando a todos lados.

Ya se había hecho tarde, así que Sed se recostó en el sofá de su casa para comenzar a estudiar para su examen, y, sin quererlo así, se quedó dormido. Se levantó al día siguiente.

Preocupado pues no había estudiado nada aún para el dichoso examen, Sed llamó a Dios.Alo, dijo Dios, por la voz parecía que la llamada lo acababa de levantar

Alo Dios, te habla Sed¿Cuál Sed?Sed pues, el que te compró los profilácticos ayer.

Ah, ¿qué quieres?

Necesito que me hagas un favor, ayer, con todo eso de la diligencia de irte a comprar, no pude estudiar para mi examen de hoy, no sé si puedes darme una manito, la verdad es que lo necesito mucho… por favor Dios. Pidió Sed con voz de muy necesitado.

Entonces se escuchó la voz de una chica al otro lado del teléfono que le decía a Dios:

Amor, ¿con quién hablas?

Con un vago de mierda que quiere que lo ayude por que no estudió para su examen, ta´ bien huevón, que se joda. Le contestó Dios a la chica, para luego retomar la conversación con Sed

Sorry loquito estoy muy ocupado, además, debiste estudiar para tu examen pues, no puedo ayudarte, chau. Colgó

Sed, algo decepcionado, se alistó para ir rumbo a su examen. Como andaba algo preocupado decidió fumarse un cigarrito para calmarse, así que se detuvo en la esquina de su barrio para comprar; vio que de nuevo le estaban dando vuelto de más, esta vez lo devolvió y lanzó el cigarrillo al piso, luego miró al cielo y dijo: a mi no me haces huevón dos veces


Jorge Bar


8:35:00

Se cerro la puerta...

Publicado por ERICK CENTENO |


ESCENA FINAL


he dejado la puerta entreabierta
soy un animal que no se resigna a morir


la eternidad es la oscura bisagra
que cede
un pequeño ruido en la noche de la carne

soy la isla que avanza sostenida por la muerte
o una ciudad ferozmente cercada por la vida

o tal vez no soy nada
sólo el insomnio y la brillante indiferencia de los astros

desierto destino
inexorable el sol de los vivos se levanta

reconozco esa puerta
no hay otra


hielo primaveral
y una espina de sangre
en el ojo de la rosa.


Blanca Varela

La conocí el 97 o el 98 en Barranco en la Casa de Poesía Eguren; tan ella, tan Blanca Varela.

Hoy que partió de entre nosotros para estar al lado de su hijo y don José Watanabe, aun recuerdo esa tarde. Nunca mas la volví a ver, pero siempre me hizo volver en mis pasos como hoy...

13:09:00

Carlos Oliva y sus toros mecanicos....

Publicado por ERICK CENTENO |

El círculo de los escritores asesinos de Diego Trelles:


Éste es el sueño: el poeta Carlos Oliva y yo tomábamos una cerveza en el bar de Tito. Aunque yo nunca conocí físicamente a Oliva, sabía que era él y además él me decía que era Oliva, que si estaba loco para hacerle una pregunta tan estúpida, como si no lo conociera. Accedí. Incluso me disculpé. Luego empezó a contarme la historia de un poeta piurano que buscaba la muerte en una calle del Centro de Lima. Su método era simple: hacía como que se quedaba dormido sobre una pista vacía en plena madrugada hasta que, cual rata callejera, lo arrollase el primer coche. El poeta piurano sufría de amor pero, como sucede en estos casos, no murió ni de amor ni de nada. Lo que sí hizo fue contarle su historia a un periodista romántico que la convirtió en crónica y, luego, claro, con un efecto de boomerang que la hizo regresar con más fuerza, en leyenda urbana, en hazaña poética. «Si uno quiere morir atropellado por un carro, poeta Ganivet, no se hace el dormido sobre una calle deshabitada a las cinco de la mañana, ¿no es cierto? ¡Para eso está la Vía Expresa, no me jodan!» me decía un Oliva demasiado serio o, quizás, algo angustiado. Acto seguido, me dijo que él sabía cómo se moriría pero no sabía cuándo. Me lo dijo de la misma manera en la que uno dice que sabe de automóviles o que se pedirá una cerveza. Lo que lo agobiaba era saberse ignorante del momento y, más aún, tener la certeza de que moriría como un poeta joven y anónimo. Fue, entonces, cuando empezó a hablarme de cómo algunas personas se quieren morir sin sospecharlo, sin atreverse siquiera a pensarlo, aguantando estoicamente el dolor en el pecho que produce el acto mecánico del respiro. «Causa angustia, poeta Ganivet, la nada, el no saber, la inutilidad de los sentimientos que son sólo barreras ficticias para evadir el deseo sincero de pararlo todo. Entonces –sólo entonces– empieza uno a jugar. Como un niño con sus juguetes, uno juega con la muerte» me decía con una frialdad impresionante mientras yo pensaba en mí con toda la tristeza del mundo y me ponía a llorar. Es decir: yo, que en mi vida había llorado frente a algo parecido a un ser viviente, lloraba a moco tendido en y fuera de mi sueño hasta que Oliva me dijo que me dejara de mariconadas, Ganivet, que qué era eso de andar lloriqueando frente a todo el bar como un crío. Comprendí, entonces, que era poco serio sensibilizarse en esas circunstancias en las que te han elegido para ser testigo de algo revelador de lo que, intuyes, jamás podrás librarte. Entonces preguntó: «¿sabes cómo me voy a morir, Ganivet?» y se rió como si su risa fuera sólo el prólogo de una violenta manifestación de dolor, como si al cerrar la boca empezaran a invadirlo las arcadas del llanto hasta vencer su resistencia. Sin mediar pregunta y mirándome a los ojos con la mirada del mago farsante que te exhorta a aplaudirlo, me dijo que moriría en un accidente de tránsito pero que, en el fondo, no sería sino el simulacro de una fatalidad, un engaño premeditado que ahora conseguía liberar de su diccionario mental la palabra suicidio. Fue, entonces, que soltó su gran secreto para luego embarcarse en un monólogo febril en el que ya mi presencia no tuvo importancia: «Toreo automóviles, Ganivet» me dijo de pronto, «no sé si me entiendes; los sábados en la madrugada, cuando ya nadie quiere tomar conmigo, me encamino hacia una de esas avenidas de letreros luminosos que sólo consiguen perturbarme, repitiendo una y otra vez esa canción que dice, Tu tesoro, Carlos Oliva, es el amor que perdiste en tus manos de navegante ebrio, de náufrago sobre un tronco a la deriva, de marino agotado de tanto nadar contra la corriente, para llegar tenuemente hacia la resaca16, ¿tú has escuchado ese vals, Ganivet? No, claro que no, imposible, sólo este servidor lo ha escuchado porque ya no queda público en las galerías y eso lo sé porque tengo ambos pies agarrotados sobre el cemento, entre esas rayas finitas que colorean las negras autopistas, mi camisa arrugada me sostiene aunque cuelgue del vacío y ondee como una bandera ajada, la tengo bien cogida mientras me digo, Carlos, la capa con las dos manos, el cuerpo respingado, el culito terso, los brazos firmes, los dientes bien cerrados, los ojos inmóviles como los del francotirador ante su presa ¿me entiendes?, porque puede ser la última, Carlos Oliva, puede ser la última, así que cuando veas la sombra del toro mecánico apresurando su paso a través del horizonte y anunciando la llegada de la estampida con la luz del día, ahí debes adornarlo, ahí mismo, desplantar la embestida con donaire, con total dominio de tu lidia mataor, macheteándolo de rodillas con la verónica y rematándolo con la media, y ahí de nuevo el capeo y ole, el capeo y ole, el capeo y ole, desde el tendido imaginario, con los brazos en alto, triunfador entre un concierto de bocinas e insultos, Carlos Oliva, que te puedes morir este sábado, una cabeceada mortal, una trompicada terrible que te haría perder el equilibrio en el ruedo y, entonces, ya quisieras que hablasen en los periódicos de los choferes asesinos que conducen en Lima o de la mala suerte de los poetas que trajinan por las calles pensando en sus musas, esas musas que nunca tuviste, recuerda, esas ninfas invisibles, esas criaturas celestiales, siempre ajenas, Carlos, siempre para los otros jóvenes sensibles; pero al menos ahí queda tu legado, ahí está esa obra vasta que dejarás virgen, imagina, hasta que entonces, ya con rubor, empieces a comprender que a nadie le interesarán tus canciones ni tus cuadernos ni tu sufrimiento porque tú, Carlos Oliva, no eres Lucho Hernández y nunca publicaste un puto libro, ni saliste en el Ellos & Ellas de Caretas –seguro por cholito, seguro por marrón– ni en el Somos sabatino junto a los artistas bonitos y profundos que resplandecen ante los flashes de esos fotógrafos impertinentes de la prensa, Carlos, y tampoco jugueteaste con el pelo de Natalita, ni brindaste con Rodrigo que se agarra unos cuerazos en el Sargento, ni viste a Claudita que está loca la pobre yendo al Bauhaus todos los miércoles aunque ya está repleto de cholos y chibolos cojuditos y ahí sí tú no entras, ahí sí no encajas, ¿sabes por qué, Carlos Oliva?, porque nunca fuiste un poeta avant-garde o un artista de luxe, porque nunca tuviste un sentido policial de la vida ni le limpiaste el moco a los señorones artistas del gremio de mafiosos, porque no conoces quién es quién o con qué palabras se le habla a la policía cultural de Lima y ahí perdiste el paso, poeta, ahí mismito te moriste en vida, Carlos Oliva...»Cuando Oliva acabó con su soliloquio, todas las personas del bar se habían marchado y afuera una neblina londinense se apoderaba de la ciudad. «Márchate ahora» me dijo el poeta con cierta vehemencia después de terminar su cerveza. Mi negativa fue recibida sin alborozo, diría incluso que con fastidio, pero mi obstinación era más fuerte que toda su indiferencia, que cualquiera de sus agravios y sentía cómo la presencia de un ánimo morboso me animaba a seguirlo, o quizás, más acertado sería decir que lo perseguía sin saber cómo. Seguía sus pasos procurando que no me viera a lo largo del Jirón Quilca, veinte pasos detrás de él que avanzaba balanceándose, exagerando su borrachera, de cara a una desierta avenida Wilson. Con ambas manos se despojó de la camisa, jalándola desde su espalda como si no tuviera botones. Escuálido, exhibiendo su desnutrición, las vértebras salidas de su espina dorsal, caminó arrebatado como si estuviera a punto de pelearse. Empecé a correr y, también, a sentir que no avanzaba, mientras Oliva ya empezaba con unos pasitos ridículos que a mí me parecieron más bien de baile, yo lo veía cada vez más lejos, cada vez más pequeño, y crecía mi desesperación y lo veía sacudiendo su camisa pero, más que un torero, a mí me parecía un saltimbanqui demente o un hombre huérfano de cordura en el preludio de una muerte atroz.Luego de esquivar el primer auto, asentó una de sus rodillas sobre el piso y alzó ambos brazos. Grité su nombre. No volteó. Me sentía arrastrado por un mar salvaje que me alejaba de la orilla en la que Oliva estaba a punto de morirse. El segundo auto se llevó su camisa con el parabrisas y él volteó el torso dándole la espalda al tráfico. En ese momento tuve la sensación de que impedir lo que vería, no sería más que un acto de excesiva estupidez. Tuve un repentino acceso de calma, mis piernas dejaron de moverse y yo de alejarme. Estaba a cinco metros de él, cuando el ruido seco que hizo su cuerpo al empotrarse contra una combi vacía, explosionó en mis oídos. Oliva voló como impulsado por un ventilador gigante y cayó inerte sobre la calzada con el pecho destrozado. Sus piernas, que aún temblaban, parecían de goma y lo que quedaba de su cabeza ya no pendía del tronco, estaba dislocada, pegada de lado sobre uno de sus hombros. En ese momento, la avenida ya no sonaba a nada, la combi que lo había asesinado desapareció y yo, que lloraba por segunda vez en el sueño, me acercaba al harapo de carne que ahora era el poeta, con el único, escalofriante motivo de observarlo muerto. Entonces fue que, segundos antes de ejecutarlo, escuché mi grito, un alarido de bestia moribunda que me trajo a la memoria a la agonizante Agnes en su lecho de muerte al inicio de Gritos y susurros.17 Ese grito de ultratumba salió desde mis entrañas sin que hubiera abierto la boca. Fue entonces que tuve la premonición del horror cuando empecé a reconocerme en el caído, cuando vi con estupor que eran mis rasgos faciales los del cadáver de Oliva y que me observaba apaciblemente muerto, librado de toda angustia mundana y leve, leve como una pluma en plena caída, esperando el contacto de alguna superficie neutra, de cualquier cuerpo ajeno........




16 Si bien estos versos pertenecen a Oliva (son del poema S/T, incluido en su obra póstuma Lima o el largo camino de la desesperación, 1995) y aunque efectivamente el poeta murió en 1994, hay algunas inexactitudes en lo narrado que me llevan a concluir que Ganivet ha hecho confluir las historias de tres poetas peruanos atropellados, en una sola. La primera de ellas, siguiendo un orden cronológico, es la del poeta chimbotano Juan Ojeda. Según una leyenda urbana, más que haciendo de torero, Ojeda se suicida emulando a un toro con el objetivo de embestir a un carro en plena avenida Arequipa. Lo de Oliva, por su parte, no sucedió en la avenida Wilson sino cruzando la Vía Evitamiento por el Puente Dueñas. Él y algunos de sus amigos, huían de algo peligroso cuando lo cogió un automóvil. En lo que acierta Ganivet es en que fue una combi (servicio informal de transporte metropolitano en Lima) la que, en una segunda instancia, lo mata. Finalmente, el tercer poeta es Juan Vega y, como Oliva, también formaba parte de Neón. Fue Vega el que falleció en la avenida Wilson en 1996 cuando salía de la presentación de una revista organizada en el bar Queirolo.


17 Se refiere a Agnes, la hermana moribunda en Viskingar och rop (1972), obra mayor dentro de la extensa filmografía del maestro sueco, Ingmar Bergman. La escena que recuerda Ganivet, el grito asolador de la enferma, es la que da inicio al filme.

9:00:00

Ganas de ti...

Publicado por ERICK CENTENO |


"El mal está sólo en tu mente y no en lo externo.La mente pura siempre ve solamente lo bueno en cada cosa,pero la mala se encarga de inventar el mal".
Goethe


El Piraña, echando prosa y con ínfulas de gran conocedor, te había advertido que para dar vueltas de noche por la avenida San Juan de Dios había que estar medio entonado, aunque, eso sí, sin pasarse de la raya. « Suave nomás con el trago: ni mucho, ni poco. Lo suficiente como para tomar valor y saber mandarse, porque, cuando las encaras, esas perras sabidas castigan con la mirada, y sientes un no sé qué que te arrocha, te delata. Si te quedas callado ahí sí perdiste, porque se ríen en tus propias narices hasta sacarte de quicio. Escucha: en San Juan de Dios el silencio es de los giles, de los aguantados, de los que nunca han tirado, ¿estás parando la oreja, Matías? ». Sí, por supuesto. Buscar mujer no era tarea fácil, pero tu cuerpo era un hervidero de hormonas que ya exigían, te turbaban, y tú no podías esperar más. « Hagan deporte para descargar toda esa energía », les decía con parsimonia el Hermano Gabriel y tú, malpensado, te reías en silencio escudriñando las arrugas de sus manos, convencido de que ese viejo cascarrabias era más pajero que toda tu patota junta.


Es cierto que en tu barrio había mocosas simpaticonas por todo lado. Pero cuando, paciente, empezabas a trabajártelas, la mayoría se hacían las ya no ya, las interesantes; y al final no soltaban ni siquiera la jeta. Otras, en cambio, te excitaban de arranque haciéndote ojitos; entonces comenzaba el floreo y, si no querían hacerse pasar por santurronas, al ratito se dejaban besuquear... Todo iba a pedir de boca hasta cuando, pulpo desesperado, proponías con las manos cosas más arriesgadas. Ahí sí se echaban para atrás como quien no quiere la cosa. La última vez, la Mayra --la que te trae loco, Matías-- te cacheteó cuando intentaste sobarle las nalgas: « ¿Qué te pasa, aguantado? ¿No sabes respetar a una mujer?». Indignada, se acomodó el cabello con un movimiento brusco y te miró asqueada, esperando una respuesta que la desagravie. «Te tengo ganas, pues, ¿me vas a decir que no te gusta? », disparaste, contrariado, lo primero que se te vino a la cabeza. Diste un respiro y proseguiste, todo meloso: «Déjate nomás, yo sé que a los dos nos gusta, Mayrita».


--Si quieres hacer cochinadas entonces búscate una puta --te fulminó la chiquilla, casi silabeando cada palabra y adoptando afectadas maneras de mujer ultrajada. Luego, se fue y te dejó con los crespos hechos, caliente, ansioso y desconcertado. Lo de siempre, lo de todos los días, Matías. Para bien o para mal, ella tenía razón: las chibolas eran muy complicadas, entonces tenías que buscarte callejeras como el Piraña. Por un momento recordaste lo que muchos te habían advertido: que él era muy hablador y que, en realidad, tenía tanta experiencia con las mujeres como tú; pero esta vez no pensabas echarte para atrás.


Lo decidiste mordiendo tus labios: tomarías valor e irías por fin a San Juan de Dios a sacarte el clavo de una vez por todas.


«Creo que con dos jarras será suficiente», te dijo el Piraña, explorando con indiferencia las mesas contiguas. « Este ron es bien trepador, así que tómalo despacio, nadie nos apura. Todavía es temprano». Casi las cinco de la tarde. Afuera, los últimos vestigios de sol todavía alcanzaban a iluminar el centro de la Plaza España. Viejos feos y barrigones embutidos en tristes ternos decadentes entraban y salían del extenso local. Todos te parecían iguales, como cortados por la misma tijera: ruinosos, viciosos y repelentes. ¿Acaso así serías de viejo?, ¿tendrían familia esos tipos?, ¿quiénes eran y de dónde habían salido tantos personajillos?


--Así son todos los viernes --te dijo el Piraña rezumando cierto desdén en sus palabras, y escupiendo al suelo sin ganas--. Casi todos son abogados, leguleyos... Salen de la Corte y entran a la cantina, y salen de la cantina y entran a la Corte. Esa es su vida... vida hasta el culo...


«¿La Corte?», preguntaste inspirado por una viva curiosidad. «Sí, la Corte. Mi viejo es magistrado, ¿no te acuerdas que te lo conté? Y él siempre dice que es una mierda, ahí reina la corrupción, que todos los jueces se venden, que todos tienen un precio. » Tú escuchabas en silencio mientras persistías en tu afán de comprender. «¿Y tu viejo también se vende? », indagaste con candidez --eres cándido, Matías--, y casi sin darte cuenta.


--¡Estás tú bien huevón! --vociferó exaltado y poniéndose de pie--. A ver repite, repite tu pregunta para que veas cómo me desconozco y te saco todos los dientes de un solo sopapo.


Algunos tipos se quedaron mirándolos con gestos alunados. Te sonrojaste. El bullicio de la cantina se apagó por unos segundos. Atinaste a apurar el vaso de ron de un solo trago y te dirigiste a tu amigo: « siéntate, Piraña, déjame explicarte porque no has entendido mi pregunta». «Ah ya, más te vale, compadre», te dijo bajando los humos. Tomó asiento y todo volvió a la calma: raídas mesitas de madera, otras de plástico, racimos de bebedores anónimos con sacos rancios y corbatas chocantes. Una atmósfera indigesta y un perro gris sin alma que lamía los escupitajos que encontraba a su paso. « Ya quiero que anochezca, carajo, para irme de acá de una vez», pensaste volviendo la mirada hacia afuera. Ahora, la triste Plaza España te parecía el paraíso al lado de esta chingana abogadil que jurabas no volver a pisar: « la gente de este bar me está llegando al pincho».


La noche cayó y las jarras de ron se fueron acumulando hasta multiplicarse. « Casi las once, Matías, ya es hora de probar carne». Sentiste una opresión en el pecho, un sacudón emocional que caminaba por tus entrañas y, de súbito, te embriagaba más que el licor: «¿ya nos vamos?», preguntaste dibujando el semblante de un soberano papanatas. El cigarrillo se te cayó de la mano. « ¡Tranquilo! Recoge eso y vámonos », te ordenó el Piraña, poniéndose de pie. Y, mientras te agachabas y mirabas al suelo, tomaste conciencia de lo que pasaría en un rato. Quisiste decirle que ya no, que querías regresar al barrio porque te orinabas de miedo. Pero no abriste la boca porque, aunque por dentro morías, temías terminar siendo el hazmerreír de toda tu cuadra.Él, para hacer hora, te hizo dar una vuelta por los alrededores del parque Duhamel advirtiéndote de que era un lugar engañoso: « tienes que mirar bien, la mayoría son maricas, la voz y las manos los delatan». Tú no mirabas nada, por momentos hasta entrecerrabas los ojos.


--Al toque se nota que no tienes cancha, Matías --te dijo encendiendo un cigarrillo.


No le dijiste nada. Lo que menos querías era entablar una conversa.


--Cuéntame algo para que te relajes. Un secreto, algo que no le hayas contado a nadie.


--No tengo nada que decir --repusiste


--Todos tenemos secretos --apostilló algo turbado--. De mí, por ejemplo, se dicen tantas cosas: que soy puro floro, que soy medio chueco. A veces la gente no cuenta sus cosas simplemente para ahorrarse problemas. La gente no entiende, nunca entienden. Pero yo sé que tú sí entiendes, Matías.


Luego, bajaron raudos a la Plaza de Armas. «A medianoche esto es nido de locas », te informaba mientras tú te percatabas de cómo esa pileta que tanto te gustaba contemplar de día se podía convertir en un paraje escabroso de noche. «El Tuturutu es un rosquete», te dijo sonriendo mientras señalaba la cima de la fuente en donde descansaba esa enigmática figura del soldado de bronce: « Toca la trompeta a medianoche para que los maricas lo vengan a ver». Se acercaron a la fuente y el Piraña metió la mano al agua y fue más libre que nunca: «Está heladita, Matías, ¿te tirarías a la pileta conmigo ?». Lo miraste callado, dejándolo ser: ahora, camaleón nocturno, impostaba la voz y jugaba con el agua como chiquilla enamorada, forzando los movimientos. ¿En verdad eso estaba pasando o, acaso, soñabas, Matías? ¿Era posible cambiar tanto de golpe?


--¿Cómo mierda sabes tanto de los maricas, Piraña? --le preguntaste asustado, para ese momento eras un nudo de palpitaciones--. ¿No que íbamos a ir a San Juan de Dios a buscar putas? ¿Qué te está pasando, hermano?


--Te tengo ganas, Matías, déjame chupártela, nadie se va a enterar --rogó con ojos de yegua en celo--. Al que hable se la parto. Vamos, a una cuadra hay un sitio, ¡te juro que yo mañana te ayudo con la Mayra!


«Mayrita», pensaste en un rapto de lucidez que, de pronto, te desalojó de la Plaza de Armas, « ¿ya ves por lo que me haces pasar, mamacita? ». Empezaste a correr con todas tus fuerzas. Dejabas atrás calles que no conocías. ¿Sabías en dónde estabas? No. Pero seguías corriendo. Y no pensabas parar hasta la casa de Mayra .


Por: Orlando Mazeyra Guillén

8:17:00

Pequeño rock and roll...

Publicado por ERICK CENTENO |



¿Quién te espera en una habitación de hotel?
¿Quién se estrena cuando tu te estrenas también?
Ayer te montaste aquella escena
para ver quien se dejaba querer.
Primero se acercaron dosy luego se borraron.

¿Quién te espera en una habitación de hotel?
¿Quién se estrella cuando tú te estrellas también?
Después, a la hora de la pena, dos gin tonics no te sientan tan bien
y tengo que ofrecerte yo el aire de la calle.

Pequeño rock and roll sudando en el jardín,
nunca quiso ser de nadie.
Ya sé que estás en otra, amor.
Pequeño rock and roll,
ya sé que estás a punto de decirme adiós.

Horas muertas en la habitación de hotel,
¿quién te espera? dime, ¿quién te espera esta vez?
Ayer te montaste aquella escena
para ver quien se dejaba querer
y tuve que ofrecerte yo el aire de la calle.

Pequeño rock and roll,
nunca quiso ser de nadie.
Ya sé que estás en otra, amor.

Pequeño rock and roll,
ya sé que estás a punto de decirme adiós.

Quique González...

12:32:00

El chicle Chevere...

Publicado por ERICK CENTENO |

Fue un golpe seco y duro. Mi cabeza cambio de órbita mientras una especie de película a cámara rápida pasaba por mi mente; videoclip sin música de la noche anterior.
-Carajo...Mira las cosas que tengo hacer por ti-Dijo en tono implacable, mientras yo trataba de retornar al viejo sofá de su habitación-.Cecilia llegara en cualquier momento y no quiero que te encuentre aquí.
Creo que no se había dado cuenta como fui a dar al suelo, que había sido solo cinco segundos antes que entrase ala habitación y que no era uno de sus gatos de mierda para dormir allí. Desde la alfombra llena de pelo gatuno todo se veía diferente, ella parecía una gran jirafa caderona, pero jirafa al fin, caminando con ropa interior de un lugar a otro buscando no se que.
-Bea, ¿sabes algo de un tal Mariano Salas?-Pude decir mientras retomaba postura con el estomago lleno de aire y bilis.
-Pastillas de mierda, donde las deje?-Renegaba mientras repasaba paso a paso las cosas que hizo llegando de la calle hasta ese momento.
-Tengo que entrevistarlo, creo que da clases en la escuela, su familia es muy pudiente y no se, pensé que tu vieja podría darme algún dato.
-Y por que no se lo preguntas a ella huevon, sabes que estamos distanciadas y no hablamos desde que llegue de Argentina, además quien no conoce a Mariano Salas, trabajo con el en la curaduría de mi exposición-.Sorpresa, sorpresa a lo Ricky Marti pensé, mientras me encajaba las botas antes de buscar el cuarto de baño.
El timbre sonó en su intercomunicador. Nos miramos fijamente a través del espejo del baño y le propuse contestar.
-Deja. Debe ser Cecilia- Respiro profundo y miro por la cámara del artefacto.-Negra ya bajo, dame cinco minutos, solo cinco.-Siempre me molesto que estos pituquitos de mierda negrearan ala gente que no se asoma a su color.Buscó debajo de la cama y sacó los jeans del día anterior, mientras ensayaba una especie de contorsión escapista para vestir sus largas piernas blancas.
-Me ducho y me voy, aun tengo un par de horas antes de llegar ala redacción, hoy entrara una nueva fotógrafa así que quiero evitarme el formalismo de las presentaciones-.Aclare mientras buscaba en Google información de nuestro famoso amigo.
-Mira Gustavo, solo cuarenta y cinco minutos y te vas, mi viejo tiene llave de este departamento así que quiero evitarme mas problemas.
Era inevitable seguir con mirada voyerista tan compleja coreografía al vestirse, entrando y saliendo de su habitación, echando en su boca la pastillita blanca del aquel blister rosado de treinta huequitos calendario que tanto buscó.
Un portazo sentenció mi soledad, espere sentado dos minutos antes de ver por el balcón del doceavo piso como rodeaba el wolsvagen gold 97 de su amiga y perderse en el hormigueo de esta gran ciudad. La vista desde aquel lugar era impresionante, era para sentirse por encima de los demás, trate de buscar algún referente de mi barrio pero la Lima nublada de Julio puso acento a mi ridícula existencia.
Cuarenta y tres minutos exacto cruzando la avenida, no cave duda que tendré que buscar algo que hacer para matar el tiempo, la redacción debe estar llena de sapasos y yo con esta cara. En este barrio no hay periodiqueros de esquina ni juguería de mercado para sentarse a huevear, solo hay corredores fashion y chiquillas de cabello mojado tomando taxi para no llegar tarde ala universidad.
-Disculpe señora, ¿sabe por donde pasa la línea setenta y tres?-.La doña miro mis botas con cara de asustada y dio un suave paso al costado para seguir haciendo mear su diminuto can.-Viaja sorda-. Murmure mientras mordía el cartón de un chicle, esos que te hacen sentir CHEVERE.
!Hello Moto! mensaje de texto al celular....RECOGEME EN LA ESCUELA A LAS SIETE. AUN TENGO CARAMELOS DE MIEL ENTRE LAS MANOS...TE PROMETO UNA CITA IDEAL...BEA. ¿Donde había escuchado eso antes? pensaba mientras desataba los auriculares de mi Ipod cortesía de mi última quincena. No se. Ese chicle si que te hace sentir CHEVERE.
-Señor cuanto me cobra a la altura de.....
EL PERRO AZUL-Lima/11/3/09

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8:58:00

Parece Mentira

Publicado por ERICK CENTENO |

I want the one I can’t have – The Smiths


Los momentos en que se comparten las alegrías entre dos amigos íntimos casi no tienen comparación. Llega a la puerta de mi casa, toca el timbre, cuando le abro no se da tiempo ni para saludarme, solo me comienza a contar, con rostro brillante y excitado, acerca de cuando se la encontró en el centro comercial, ambos estaban perdiendo el tiempo, comenzaron a conversar y hacerse bromas; sin saber como, dos cuadras adelante ya iban tomados de la mano y rumbo a casa de ella. Yo le pido que se calme y más detalles, comparto su dicha, pero el casi ni me oye y continua diciéndome como disfruto los besos en la sala, como apagaron las luces aguantándose risas nerviosas e intercambiando miradas de morbo, para luego encontrarse casi chocando en la penumbra, acariciarse sin pudor alguno y copular a un ritmo irracional, salvaje, hasta satisfacer todos sus deseos y quedar exhaustos.
Parece mentira, solo de un día para otro lo veo cambiado, con una actitud diferente. Casi sin saber que más decirme, compartimos esos silencios que solo están hechos para que los amigos se comprendan sin decir una palabra; le pido el nombre de ella, único error que desbarata el momento, pues me dice el nombre de quien ocupa mis sueños y deseos más íntimos, de aquella con quien yo esperaba hacer algún día lo mismo que él. Creo que empiezo a odiarlos...

JUAN PRETEL 1997
Gracias Juan por colborar con este humilde espacio...


6:30:00

Beatriz,huevon Beatriz...

Publicado por ERICK CENTENO |

BEATRIZ HUEVON, BEATRIZ
Entonces la vi saliendo del bar, tenía los pies muy blancos, como si el verano de ese año no se atreviera a besarla. Ese día, festejaba mi cumpleaños treinta y dos. Juan Carlos infaltable me esperaba en la última mesa, esa que siempre sucumbía ante las cuchilladas de sol que salían despedidas del gran ventanal.

-Puta madre Guatavo...Muchachito apago su celular-. Sorbió Juan Carlos, secando el último vaso de cerveza sobreviviente entre sus manos.

-Pide dos cervezas mas-.Atine a decir, mientras espiaba sobre mi hombro, deseando que esos pies blancos retornaran al par de escalones que desglosaba la pequeña puerta del bar.

-Creo que ese huevon no quiere contestarme el celular. Anoche hubo concierto, seguro que vendió toda la vaina, debe estar cargadaso de billete...puta madre ya nos cago...

-Ya huevon.... pareces angustiado.

-¿Así? Sonrió Juan Carlos a media boca.-Bien que te ponías locaso cuando te ibas de encerrona al hotel con Mariana, hasta le hacías comprar la vaina. Esa comadre si que era de puta madre.

-Si huevon, tan de puta madre que me corto la espalda, como para nunca olvidarme de ella. Así termine inconscientemente saboreando angustias que quise canjear al instante por un par de malos recuerdos.

-!FELIZ CUMPLEAÑOS COMPARITO!..CREÍSTE QUE ME HABÍA OLVIDADO, YA VERAS EL REGALITO QUE TE TENGO. La emoción de Juan Carlos me estallo ala altura del oído, mientras los noventa kilos de mi mejor amigo, ensayaban una especie de llave cariñosa con mi espalda.

-Gracias...gordo...gracias..Pude lograr decir, volviendo a respirar.

-SI, GRACIAS TOTALES VIRGENCITA -Repetí a lo Cerati.-GRACIAS TOTALES POR EL MILAGO...

Pies blancos, había vuelto sobre sus pasos al bar, parecía que algo se le había extraviado, buscaba entre la gente mientras su cabello ensortijado, largo y rojo caía escoltando las pecas sudadas de su pecho, hablo de sudor limpio y frío, ese sudor de cuerpo recién terminado de amar.

-Guztavo...Beatriz llego ayer de Buenos Aires para exponer en Lima, y esta semana le propondré matrimonio.

-¿Como?, ¿quien? Pregunte, tratando de recordar el nombre de la ciber novia tantas veces mencionado, tantas veces escrito en estos seis meses de paja cibernética por el Messenger.

-Beatriz, huevon Beatriz...pronuncio mi amigo con voz bajita, mientras jalaba una silla para que pies blancos le tomara de la mano y se sentara con nosotros a festejar mi cumpleaños....
EL PERRO AZUL-Lima/9/2/09
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7:44:00

Sin mirar Atras

Publicado por ERICK CENTENO |

No sé cuándo empezó todo esto. Hace dos años que no consigo trabajo y mi vida se ha ido deteriorando poco a poco, lentamente, sutilmente, hasta convertirme en esto que ahora soy: un triste y pobre remedo de mí mismo.

Silvana sonrió tras el teléfono: te veo en media hora en el McDonald´s, y después... ya sabes.
Ahora tendré que ir a toda prisa por la avenida, atravesar corriendo el Central Park, cruzar rápido a la vista de todos los que mendigan un poco de afecto. Johny me mira y sonríe con displicencia (quizá con envidia), corro como un demente entre los árboles, sabe que veré a Silvana y que de ella dependen los dólares para seguir viviendo. La señora Carlson me saluda a duras penas levantando el brazo (¿o pedirá ayuda?); desde ayer sigue tirada entre los arbustos. Los negros de la octava creen que acabo de robar algo, mi velocidad es espeluznante, como el pavor al hambre. Todos están tranquilos. Saben que tengo novia y que además me mantiene porque lo ha gritado en medio de la avenida cuando le pedí unos dólares para cerveza. Saben además que le gusta el sexo que tenemos porque se los he contado con detalles. Les mostré algunas fotos, para qué mentir. Sexo fuerte. Rico. Sin ascos. Sólo sensaciones límite. Polos opuestos, dicen. A veces me pide que la abrace muy fuerte, pero no puedo. La ternura la olvidé en alguna parte y no me interesa recuperarla. El tiempo corre y yo también. Llego a la pileta. Roy y los italianos me hacen señas, pero hoy no quiero ir de putas. Sólo quiero llegar al maldito McDonald´s y devorar una de sus asquerosas ofertas.
Hace cuatro días que no veo a Silvana y hace cuatro días que no como. Bebo cualquier cosa y observo las formas de las nubes. Ayer descubrí un cocodrilo en el cielo. Quisiera ser un cocodrilo para matarla a dentelladas. Pero estoy tan débil que fácilmente se haría un par de botas y una cartera con mi pellejo. Por eso sigo corriendo, sólo unos metros más.
Frankie me saluda desde el hidrante donde mean los perros, me hace señas con una botella sellada de vodka, hoy tampoco beberé contigo, hermano, sólo quiero comer. Cruzo la avenida, el parque es enorme. Estoy sudando, me demoré cuatro minutos. El tráfico es endemoniado a esta hora, dos cuadras más y ya, ya la vi. Ahora tendré que oírla gritar por media hora más antes de hincar los dientes.

Grita, grita y grita. Ya sé, ya sé que soy un mantenido, que estás cansada de darme de comer y que te da vergüenza que no tenga ni unos centavos para el pan, pero todo esto va a cambiar, ya te lo he dicho, sabes que cuando me indemnicen del army, todo cambiará, entonces te compraré la maldita cadena McDonald´s para que te la metas por el culo, con todas sus salsas, pero ahora sólo cómprame la oferta, por favor, que tengo hambre.
Pide lo que quieras –dice sonriendo- hoy vendí tres... Ya no la oigo, el hambre es un zumbido que quiebra mis oídos, me siento mareado, veo las pizarras multicolores con comida en letras. Ya sé: quiero... Pero ya pidió por los dos y, como siempre, me toca la peor de todas: llena de pickles, salsa de tomate y tamaño junior. Sabe que odio esa oferta, que me irrita el estómago y me produce gases. Pero ella paga. Igual me la comeré. Comería lo que sea, incluso esa mierda de hamburguesa. Ella comerá un plato especial que de sólo verlo me hará odiarla más. Esta noche te golpearé tan fuerte las nalgas que no podrás sentarte en días, ya verás... y como...
Ella habla y habla. Si el cartón no hiciera daño me comería la caja, y el sorbete y el vaso de tecknopor. Me quedo de hambre. Salimos. Me mira y sonríe. ¿Estás lleno? Sí. Pero sabe que no es cierto. Detiene un taxi y viajamos al hotel. Lo paga con un Roosevelt. Da propina. Entramos al edificio justo cuando el ascensor abre sus hojas y me empuja dentro. Ya me tiene. Me besa con la lengua fuera de control. No quiero ni tocarla. Me vuelve a besar, baja por el cuello, huelo a sudor pero parece no importarle: levanta mis brazos y aspira mis axilas. Muerde una tetilla, aprieto los labios. Sigue besando y lamiendo. Se arrodilla y juega con mi bragueta. La abre mirándome fijamente y cedo. El deseo crece con violencia. Siento su boca y cierro los ojos. El placer inunda mi cuerpo y el ascensor se abre. Ella sale corriendo tomada de mi mano. Estoy en el pasadizo con la pieza fuera. Quiero guardarla pero ella se divierte viendo cómo, poco a poco, con el aire ajeno del corredor, mi moderada vanidad se sonroja y empequeñece, tímida, derrotada.Busco las llaves y entramos. Me tira al suelo de espaldas, ahora ella tiene el control. ¿Alguna vez lo perdió? (¿Dónde lo perdí?) Nos arrastramos por el suelo sucio, el polvo se adhiere a mi espalda húmeda, se levanta la falda y retirando apenas su trusa con el dedo índice, se sienta sobre mi resucitada virilidad. Comienza a moverse en círculos, me araña el pecho, gime como una loca, cierra los ojos, se estira los pezones con fuerza y tira la cabeza hacia atrás, quiero ponerla boca abajo pero me gana, me ganan las ganas de sentirla y viene, ya viene, no pienso, ya viene, falta poco. De pronto ella se pone de pie. No estuvo mal –dice agotada- ¿Te veo mañana? Se peina frente al espejo. Busca su bolso mientras sigo tirado en el suelo con la pieza al aire y el orgullo frustrado. ¿A la misma hora? pregunta. Me abrocho los pantalones y salimos juntos.
El ascensor baja lentamente, enciende un Lucky, salimos del edificio. Me besa y se va. Corro tras ella. La alcanzo a unos pasos ¿Me regalas cinco dólares? Tuerce la boca y mirándome con desprecio abre su cartera. Busca entre el fajo de billetes. No tengo cambio –dice y se marcha. No importa, ya le saqué veinte mientras se peinaba. Veo a Frankie que en la acera de enfrente, me hace señas con la botella sellada de vodka. La observo alejarse y detener un taxi. Frankie insiste desde lejos. Cruzo la pista en dirección opuesta a Silvana y avanzo, sin mirar atrás.

16:03:00

Nada que Hacer

Publicado por ERICK CENTENO |

—¿Aló? —contestó.

—Aló. ¿Carolina? —se escuchó una voz de mujer.
—Sí, ella habla.
—Hola, habla Gina, la amiga de Sandra... Nos conocimos antes de anoche, en su reunión. ¿Te acuerdas?Carolina pensó. Hizo memoria y se acordó. Sandra las había presentado en su cumpleaños y habían pasado gran parte de la noche conversando, bebiendo juntas.
—¡Ah!, hola, Gina —dijo Carolina al fin—. Ya me acordé ¿cómo estás?
—Ahí bien. ¿Qué haces?—Nada, viendo tele.
—Oye, que tal si vamos a la playa.
—Bien. Bacán.
—Entonces, te paso a buscar en veinte minutos. ¿Te parece?
—Okey. Pero, ¿tienes mi dirección?



—Sí. Sandra me la dio.—¿Ella va?
—No. Dice que tiene que estudiar, que mañana tiene examen.

Carolina colgó el teléfono. Por un instante dudó, se acordó. Gina y ella conversando, tomando, le había caído bien. Abrió el closet y buscó su ropa de baño. Se lo puso. Y encima ¿qué? Sacó un polo y un pareo. El polo largo hasta los muslos. Se lo amarró para que no cayera, el ombligo quedó al aire. Abajo, el pareo. Entró al baño y terminó de acicalarse. Listo. Regia.

Esperó diez minutos. La casa sola, no había nadie. Sonó un claxon. Se asomó. Era ella, la reconoció. Estaba en un Civic rojo. Subió al carro y la saludo. Dentro se sentía el olor a Hawaian Tropic. Gina puso primera y arrancó.
—¿Adónde vamos?
—Al sur. ¿Te parece?
—Sí, bacán. ¿A qué playa?
—Primero vamos a punta hermosa, comemos algo y de ahí nos vamos más al sur. Conozco una playa donde va poca gente —dijo Gina y subió el volumen de la radio.

Llegaron a Punta Hermosa y la playa llenecita: tablistas con pelo largo y quemados por el sol. Chicas lindas y bronceadas. En playa blanca sólo señores y gente bien. Al lado, playa negra, se notaba la diferencia. Más gente y de todos lados, mezclados. Se sentaron en un restaurante y pidieron cebiche, choritos y cerveza.
—Esta playa siempre para llena, acá sólo vengo a comer —dijo Gina.
—Yo no vengo mucho acá. Paro en Santa María.

Pidieron otra cerveza. Se tomaron cuatro grandes. Cuando terminaron de almorzar se dieron una vuelta por el malecón. Ambulantes en el suelo vendían chaquiras y esas cosas. Eran la una y el sol mataba.

—Vamos a meternos al agua —dijo Carolina sofocada por el calor.
—No, espera vamos a la playa que te digo, acá hay mucha gente.

Subieron al carro. Salieron por las estrechas calles de Punta Hermosa, a la carretera. Pusieron la radio a todo volumen. Ya en la carretera Gina pisó el aceleredor a fondo. Para el camino cervezas en lata, infaltables.

—Oye, Carolina, me caes bien— dijo Gina de repente. Estaba alegre. La cerveza había hecho efecto—. Eres de puta madre.
—Tú también.

Hubo un silencio. En la radio tocaban Mr. Jones de Counting Crows. Gina tarareaba, mientras Carolina prendía un cigarro.—¿Tienes enamorado? —preguntó Gina de repente.

—No. Tuve uno pero ya rompí con él hace como dos meses —dijo—. ¿Y tú?—Yo hace como un año que estoy sin ninguno —dijo Gina con un gesto de desagrado—. Los hombres son unos imbéciles.
—...
—Y, tú. ¿Eres virgen? —Preguntó Gina abrubtamente. Sin voltear, con las manos firmes al volante y sin mirarla.Carolina abrió los ojos. Se sorprendió. Volteó, la miró.
—Sí quieres no me respondas. Es sólo curiosidad.
—No. Normal. No hay roche.
El carro iba rapidísimo, cientocincuenta kilómetros por hora, fácil.
—¿Entonces?
—Sí. Es difícil de creer, pero sí, soy virgen.—No te pierdes de mucho. No es nada del otro mundo. No era lo que yo me imaginaba cuando lo hice por primera vez. No sé por qué. Tal vez fue él. Dicen que eso influye. No sé.
Este es el lugar, dijo Gina. Viró el timón hacia la derecha. Entró. Un ingreso entre dos cerros. En el suelo un cartel que no se entendía lo que decía. Los desniveles de la pista hacían que el carro se tambaleara. Gina estaba muy atenta al volante. A la derecha un cerro, a la izquierda también. De frente sólo el camino que parecía hacerse infinito. Llegaron a una curva. La dio con cuidado, pero a la vez con destreza. La conocía. La pasaron y ahí estaba: el inmenso mar y la arena candente por el sol. Carolina admirada por el paisaje sonreía. Gina dejó el carro lo más cerca posible a la playa. Era grande con la arena fina y limpia. Cuando se estacionaron se percataron de que en la playa no había nadie, eran las únicas.

—¿Qué tal? —le preguntó Gina, mirándola, con una sonrisa en la boca.
—Maldita.

Bajaron del carro. Gina que estaba con el pelo amarrado se lo soltó. Se sentaron en el capot del carro, cada una con su cerveza en la mano. La radio, a medio volumen, se dejaba escuchar. Después nada, sólo mar, sólo arena y las gaviotas, que no eran muchas. El sol se hacía sentir. Con más fuerza, quemaba. Gina terminó por quitarse el polo que traía encima y quedó solo en bikini: ¡mierda qué calor!. Carolina hizo lo mismo.
—Vamos a bañarnos —dijo Gina.
—Espérate, déjame acabar.Terminaron. Las latas vacías en una bolsa. Del carro sacaron las toallas y los bronceadores. Llegaron y tiraron las toallas. <>, dijo Gina y se metió al agua, Carolina la siguió.
—Qué rica está.
—Sí. Riquísima.

Luego de un rato Carolina salió del mar. Se echó en su toalla. Gina seguía en el agua. Al poco rato salió. Carolina que estaba apoyada en sus codos se percató que no traía nada arriba. Miró abajo y tampoco, traía su bikini en la mano. ¿Que haces, oye, estás loca? Gina la miraba y se reía. Carolina podía ver sus pezones pequeños y rosados, su sexo casi lampiño.—¡Vamos! Carolina, acá no hay nadie.
—Pero, igual...
—No seas rochosa. Quítatelo.
—No...
—Vamos, oye. No sabes lo que te pierdes, bañarse así es lo más rico que hay.

Gina regresó al mar, así, desnuda. Carolina se quedó sentada, vamos anímate, no seas tonta, si no hay nadie. Que chucha, pensó. Desnuda ya, se fue al mar, ahí Gina se bañaba de lo más normal. Cuando se dio cuenta de que Carolina venía desnuda también, no se sorprendió. La miró con atención: sus senos eran más grandes y los pezones erguidos. Su figura impecable.

—Vez qué rico es bañarse, así, sin nada.
—Sí. Es riquísimo.
—¿Nunca lo habías hecho?
—¿Bañarme desnuda? No.
—Yo siempre que vengo acá, hago lo mismo.
—Qué loca eres.
—Te hago una carrera —dijo Gina.
—¿Qué? —se desconcertó Carolina.
—Sí. Haber quién llega primero a las toallas. Una, dos...Tres.

Salieron corriendo. Gina le sacó una pequeña ventaja, pero al final llegaron casi igual. Riéndose, se sentaron en las toallas. En ese instante hubo un silencio perpetuo. Miraban al horizonte y veían cómo brillaba el agua que reflejaba la fulgurante presencia del sol. Sus rostros, y en general todo el cuerpo estaban quemados por el sol. Rojas y aún más bellas.

—Tienes los senos grandes —dijo Gina rompiendo con ese silencio de una forma repentina.
—Sí, pero tú también los tienes grandes.
—Mira a mí me han dicho que los tengo grandes y ahora me vienes tú con ésos; me cagaste, pero me gustan mucho.
—¿Los tuyos?
—No, los tuyos, pues.

Cuando le dijo eso ambas se miraron. Carolina se puso más roja de lo que estaba, de vergüenza. Y no le quedó otra más que reírse.
—¿Puedo tocarlos?—¿Qué cosa? —preguntó Carolina ingenuamente.
—Tus senos.
—Pero..
—Vamos sólo quiero sentirlos un rato, deben ser suaves.
Carolina se dejó tocar. Sintió una sensación agradable en su cuerpo que la hizo tirarse en la toalla. Gina encima de ella, la seguía tocando.
—Espera un momento —dijo Carolina.
—¿Qué pasa?—No sé. Es que...
—Si no quieres la dejamos ahí.
—No...Y se besaron en la boca.
—Oye... —quizo intervenir Carolina.
—¡Shh! —la cayó Gina.

La toalla arrugada. Medio cuerpo dentro y la otra mitad afuera, en la arena. Los pies de Carolina subían y bajaban, haciendo un zanja en la arena. Gina encima, su pelo rubio le caía en la cara, le molestaba. Ella se lo ponía detrás de las orejas, pero era inútil. Carolina abajo, dejándose. El sol le daba en la cara, a medias, Gina lo obstruía. La brisa alborotaba sus cabellos. La empezó a besar, primero por la frente, la boca, luego bajando, los senos, los pezones grandes y rosados. Cuando llegó al sexo, lo vio: limpio, puro, de una virgen. Sacó la lengua, entró. A Carolina se le escarapeló el cuerpo, vibró. Sus ojos cerrados y la cara de satisfacción. El ruido del mar se confundía con los gemidos leves. Carolina se levantó, quedó sentada. Su espalda daba al mar. La abrazó, sus lenguas se juntaron. Los senos unidos parecían soldados. Con una mano se tocaban abajo y con la otra se abrazaban. La arena quemaba, pero ellas no sentían. Frotaron sus sexos. Las piernas entrelazadas y los dedos metidos. Se movían. Los gemidos aumentaron y el mar ya no se escuchaba. Estaban empapadas de sudor y los sexos mojados. Habían terminado, exahustas.

El sol se estaba poniendo y las dos dormían, tiradas en la arena. Gina se despertó primero, al ver la hora se metió al mar y, retornando, se cambió. Se acercó donde Carolina y la despertó. Carolina abrió los ojos. Vio la cara de Gina. Confundida le preguntó la hora.

—Son las seis y media.
—Que tarde es —dijo Carolina estirándose.
—Anda enjuágate para irnos.Cuando terminó de enjuagarse, se dirigió al carro donde estaba Gina sentada al volante.
—Estoy algo mareada —dijo Carolina.
—Yo también, debe ser porque hemos tomado y hemos dormido.Gina abrió la guantera de su carro. Sacó una pequeña envoltura, la abrió. Sacó una tarjeta de crédito y vació un poco del contenido.
—¿Qué es eso?—Coca —le respondió Gina, mientras se metía su primer tiro.

Gina le paso la tarjeta a Carolina y ella la imitó. Luego de un par más, se fueron de la playa. En el camino iban escuchando música.

—Oye, no le vayas a decir nada de esto a nadie. Es sólo para las dos.
—No. No te preocupes —dijo Carolina, sobándose la nariz.

El camino de regreso ni se sintió. Estaba oscureciendo y habían pocos carros, hasta Punta Hermosa; ahí el tráfico aumentó.
Llegaron a la casa de Carolina. Estacionaron el carro a unos metros de la entrada y Gina nuevamente sacó el cloro.
—Un par más para acabarlo —dijo.
—Rápido que nos pueden ver.Se metieron como tres tiros cada una.
Se terminó.
—Me voy —dijo Carolina mientras recogía sus cosas.
—Límpiate la nariz que la tienes blanca —se rieron.
—Chau, Gina, gracias por todo —y la besó.
—Chau, Carolina, el próximo domingo te busco o si no te llamo antes.

Carolina se bajó del auto. Echó seguro a su puerta y la cerró muy suavemente, tan suave que la puerta quedó mal cerrada. Gina la volvió a abrir y la cerró bien. Caminando muy rápido Carolina se dirigió a la puerta de su casa. Sacó de su bolsillo las llaves y se le cayeron al suelo, con mucha dificultad pudo agacharse a recogerlas. Vio la hora: eran las nueve de la noche. Entró y de frente se fue a su cuarto. Su madre estaba en el living viendo televisión.

—Hola hijita, ¿qué tal te fue? —dijo ella mientras seguía viendo como Michael Douglas se seguía tirando a Sharon Stone en Bajos Instintos.
—Bien —le contestó Carolina pasando directo a su cuarto, sin ni siquiera darle un beso.

Entró a su habitación y se echó en su cama, boca arriba. Tenía los ojos más abiertos de lo normal, se sentía extraña, estaba dura. Se paró y empezó a caminar. Fue al baño y se miró en el espejo, estuvo ahí como media hora, inmutable. Regresó y se echó de nuevo en la cama, quería dormir, pero no podía. Decidió tomar unas pastillas para conciliar el sueño. Recordó que su madre tenía unas en su cuarto, ella siempre las tomaba porque sufría de los nervios. Fue sin que su madre se diera cuenta y cogió dos. Se metió al baño y las tomó con agua de caño. Volvió a su cama y se echó, esperando que hagan efecto. Sentía que su corazón quería salirse del pecho, pero no se asustó y trató, con todas sus fuerzas, de dormir.

Al día siguiente se levantó tarde. No había nadie. Siempre salían más temprano que ella. Vio la hora: la una. Se dio cuenta. Había perdido sus clases de las diez y también iba perder las del resto del día. Sentía que le fastidiaba la nariz. Decidió meterse un baño de agua helada para quitarse la resaca. Su cuerpo rojo le ardía, estaba con erisipela. Cuando salió de la ducha, se acordó, recién, de todo lo que había pasado el día anterior. Mientras se secaba recordaba más. No se lo podía creer, se sentía extraña, muy confundida. Terminó de secarse y, completamente desnuda, vio su cuerpo en el espejo de su tocador. Vio su linda figura y sus grandes senos. Luego se echó en su cama y viendo el poster de Christian Slater con el torso desnudo, se masturbó.

14:28:00

Amor Bizarro

Publicado por ERICK CENTENO |

La muchacha atravesó la cafetería por entre las mesas. Vestía de negro y su cabello caía negrísimo sobre su espalda. El sonido de sus botas era rápido, pero acompasado. Llegó hasta el muchacho y le soltó una bofetada. Todos voltearon a mirarla, sin embargo ella seguía imperturbable. El chico sólo atinó a levantarse y al ver que ella se disponía a salir, la siguió como un esclavo. Era un muchacho de porte atlético y con el cabello rapado. Vestía una camisa negra, un jean desteñido y unas tejanas. Cuando llegaron a la salida, él la cogió del brazo derecho:-¿Estás loca o qué te pasa? –alcanzó a decir enérgico.-¿Qué hacías con esas tipas? –preguntó la muchacha acercándole la cara lo más que pudo. ¿Convenciéndolas para que posen en tus cuadros?-No son tipas, son compañeras del instituto.-¿Y qué hacías con ellas?-Nada, conversando.-¿Conversando?-Oye, no empieces con tus celos enfermizos que ya no tenemos nada entre nosotros.-Necesito hablar contigo.-Yo no tengo nada de que hablar.-Es la última vez.-Mira, desde que dejamos de vernos estoy muy tranquilo y quiero seguir así.-¡Carajo! –se desesperó la muchacha y sacó una navaja. O me das unos minutos o te jodes conmigo.-Está bien, déjame sacar mis cosas –dijo el muchacho pensándolo bien.
Salieron del instituto y se dirigieron hacia el malecón. Llegaron hasta el Parque del Amor sin hablar. Se sentaron en una banca frente al mar. En unas losetas del parque leyeron: “El amor es eterno mientras dura”. Se miraron durante unos segundos y no atinaron a decir nada. La neblina de la tarde no les permitía apreciar el horizonte. Ella encendió un cigarrillo y expulsó la primera bocanada casi sobre el rostro del chico. Aún conservaba esa mirada entre cándida y melancólica que la diferenciaba de cualquier belleza ordinaria.-¿Cómo has estado? –le preguntó él, intentando ser amable.-Bien, tratando de arreglar mis cosas.-Cómo te fue en la clínica.Ella miró hacia un lado como distraída y se frotó las manos con cierta desesperación. Le incomodaba la pregunta viniendo de él, que sabía muy bien cómo la había pasado en aquel sanatorio.-¿Todavía tienes el descaro de preguntarme cómo me fue en esa clínica? No te basta con saber que estuve encerrada todo ese tiempo por tu culpa –dijo ella casi alterándose.-Oye, no me culpes de nada, la única culpable de todo eres tú.-Sigues tan sinvergüenza como siempre. No has cambiado nada.-No empecemos, por favor. ¿Qué querías hablar conmigo?-Nada en especial. Venía a decirte que voy a viajar a Miami y antes quería despedirme. Tengo una tía que me ha conseguido un trabajo allá y ya estoy un poco cansada de este país de mierda. Pero, a pesar de todo lo que ha pasado, yo sigo sintiendo algo muy especial por ti y no quería irme sin antes decirte algunas cosas que durante todo este tiempo he pensado.-Y, ¿cuándo viajas? –preguntó el muchacho para que ella no se pusiera nostálgica.-Pasado mañana.-¿Tan pronto?-Sí, pero… ¿por qué no vamos a tu casa y conversamos más tranquilos? –le dijo ella acercando los labios a su oído.-No podemos, están mis padres.-Bueno, vamos a otro lugar.
No pudo negarse a la oferta: ella seguía siendo una perversa tentación. Además ¿qué perdía? Era la última vez que la vería, nunca más lo iba a joder. Abordaron un colectivo y fueron a un lugar cercano que durante mucho tiempo les sirvió para sus encuentros amorosos. El cuarto del hotel era amplio y tenía un pequeño balcón que permitía apreciar los últimos momentos de la tarde. Él la desvistió con una destreza que no había olvidado a pesar del tiempo transcurrido. Ella se entregó disfrutando cada momento como si fuera el último. Descansaron casi toda la tarde y antes del anochecer salieron del lugar. La muchacha le pidió su teléfono para llamarlo cuando llegara a tierras norteamericanas. Él chico anotó el número en un boleto de autobús.-Ayúdame a tomar un taxi –dijo la chica con un tono de súplica.-Ojalá que todo te vaya bien –dijo el muchacho a manera de despedida.-¡Ah!, me estaba olvidando algo –le dijo con un gesto de despistada mientras abordaba el vehículo. Lo que te dije sobre el viaje es un cuento, no tengo ninguna tía en Miami, así que espera mi llamada. No creas que te vas a librar tan fácilmente de mí.
Él no se inmutó. Torció sus labios dibujando una falsa sonrisa y la miró como queriendo estrangularla. ¡Loca de mierda! –pensó-, te jodiste, el teléfono que te di no existe. Apresuró el paso y respiró la brisa nocturna que se extendía por las calles. El viento helado refrescó sus mejillas. Sacó un cigarro de su bolsillo, lo encendió y arrojó el humo, complacido, en un chorro profuso hacia arriba.



11:10:00

Lateando

Publicado por ERICK CENTENO |


Primera foto
De repente todos volvieron sus rostros hacia la derecha. Un acto de cardumen que se orienta.

Pero David se fijó en una pareja de casi viejos que, entre sonrisas y caricias, venía por la vereda discutiendo cordialmente. Al parecer, el casi viejo, con una terca pero serena convicción, aseguraba algo que su mujer no admitía.

Los otros estaban impresionados con ese Mazda RX7 que se había estacionado veinte metros más allá, y ahora evaluaban sus líneas aerodinámicas y sus llantas radiales, pero el auto como tema se acabó de pronto, salió de foco cuando de él descendió esa hembra vestida para matar, toda de negro y minifalda, que los atrapó en la red que eran sus curvas, justo cuando el casi anciano, en segundo plano, inclinó su cuerpo y abrazó por debajo de la cintura a su mujer y la levantó en vilo, cuando los otros (en el primer término) notaban que al volante iba alguien envidiable, de quien veían solamente un impecable terno azul y una corbata roja. Pero David, como siempre, había hecho close up con otro tema y tenía cubierto casi todo el cuadro de su atención con la estampa de esos dos viejos que se hacían arrumacos en la calle. Se dio cuenta de que ella, la casi vieja, se aferraba a los hombros de su marido -o su amante, quién podía saberlo-, zozobrando, riendo nerviosamente, temiendo el contrasuelazo, pero confiando en la última ternura, mientras el rubor trepaba a sus mejillas y durante unos segundos, sus pies revoloteaban como mariposas, suspendidos en el aire. Luego, delicadamente, el tío la hizo aterrizar, miró a los ojos de la mujer y diciendo algo acercó su rostro y dejó en sus labios un beso que ella correspondió con el recato de una adolescente. Enseguida continuaron su camino, abrazados, sonrientes, plácidos, como si acabaran de hacer el amor.

David comentó algo sobre la curiosa perduración del amor a fuerza de cariño, deseo y cojudeces que a uno se le ocurren para hacer la relación más interesante.Sus amigos resolvían un asunto crucial: ¿será o no, el Mazda, la mejor máquina actualmente en el mercado?

Sin duda el Mazda, dijo David retornando al rebaño.

Segunda foto

Un vaso de plástico va de mano en mano perseguido por una botella de "Pablito": líquido naranja, combinado de pisco y maracuyá y unas pastillas de mejoral, según sostiene el mito de su contundencia.

Un patrullero cruza la esquina, lentamente, y es como si fuera la señal de Batman. La mitad de los muchachos se interna en la quinta que hay al lado.

Pasa un minuto y ellos siguen allá, en la oscuridad. Luego, Vampiro, el primero, asoma su torcida nariz y pregunta ¿ya se fue?

Marita lo sigue, a dos pasos, agazapada y sigilosa.

David sabe que lo hace de estúpida que es. La cosa no es con ella. Nadie tiene nada contra ella.

-¿Por qué te sigue Marita, Vampi? ¿Este es un caso extraño de solidaridad sin motivo? -pregunta David.

-No te pases de pendejo, Picapedrero -refunfuña Vampiro.

David lo chequea, sonriendo. No le teme, aunque le conoce el prontuario: un paquetero cualquiera, aunque diga que la nariz torcida es una herida de guerra ganada en Lurigancho, de donde se sale -todos lo saben- sin nada ya qué perder.

Coco aparece después. Mira a todas partes, algo pálido. Se ha llevado un susto, es evidente.

-Ya estás jodiendo otra vez, Picapedrero -dice Coco.David sonríe.-Tú sabes, amiguito, que contigo no pasa nada -dice David.

Tercera foto
Querer y poder.Suelen decir muchas cosas al respecto, pero la vida no es una balanza. No es que esto es negro y esto es blanco. Hay más: un infinito de tonos intermedios, según cómo alumbre el sol.

Querer llevarme a Marita y poder llevármela son aspectos del mismo fenómeno. Bastaría conversarle de cualquier cosa que ella no entienda. Pero eso la espantaría. Quizá invitarla a recorrer vericuetos de hilaridad trepados en hierba. Pero probablemente le atraería más humear en pasta, fumar, fumar, fumar hasta la angustia, droga cojuda, hasta la modorra. ¿Bastaría procurarla, como a cualquiera? Nada con decirle -en realidad, nada con decirme-, Marita, te llevo cinco años, cómo es posible que tengas quince con ese cuerpazo. Nada con esos argumentos que urgen los escrúpulos, porque entonces surgen los tonos intermedios, esos tres mil doscientos kilos de remordimiento pegajoso que terminan siempre por asexuarme, a mí, que siendo Escorpio, predico la promiscuidad.


Cuarta foto

El aburrimiento, viejo amigo, llegó con la pasmosa lentitud de un ómnibus que se espera y como no viene lo hace pensar a uno que es mejor regresar a casa, porque nada justificaría ni la tardanza ni el aburrimiento, y en eso allí, el ómnibus, fatal como el aburrimiento.

El Chato Alejandro recibió besos de las chicas y abrazos de los patas.David se escabulló, se fue del grupo sin saludarlo. Ninguna bronca de por medio, una simple falta de ánimo para los abrazos saturados de hipocresía, eso era todo.

Los dejó sentados, con otra botella de Pablito, en el muro de la vieja que últimamente ya no los botaba, ¿se habría muerto?

¿Dónde ir a patear latas?

David caminó pensando en eso.

Tarareó canciones que no conocía, no le importaba, inventaba las letras. Bajó por la avenida San Felipe, subió, volvió a bajar, ahora por la alameda sin vereda. Se le humedecieron los botines de gamuza con la frescura del pasto. Luego, sentado sobre cualquier murito de jardín, vio que furtivas cabezas se asomaban, preocupadas, a ventanas super azules de pura radiación televisiva. Vigilaban su sospechosa presencia creyendo que él no los veía. Pero David los veía y los torturaba quedándose un poco más, mirándolos de vez en cuando directamente a la cara, para que pensaran que podía volver con una escopeta recortada o con un hacha filuda con la que no les dejaría una sola extremidad sujeta al torso.

Pero al cabo de unos minutos se le acababa la cuerda, abandonaba esos lugares y emprendía una vez más el lateo. Finalmente, no le interesaba mortificar la paz de esas personas que se procuraban una derretida tranquilidad detrás de sus paredes, frente a sus televisores.


Quinta foto

Regresó como recogiendo sus pasos. Decidió por fin quedarse en la casa de Miguel, que esa noche había organizado una fiesta. Era universitario. David pensó que tenía ganas de conocer a una muchacha politizada, de izquierda o de derecha, de lo que fuera, pero que defendiera algo.

Encontró a Coco parado en la puerta, recostado contra una de las jambas. De lejos, era apenas perceptible su ebriedad. Pero de cerca no quedaban dudas. Ese vaivén, esa inestabilidad lo delataban: el pisco, el mejoral o lo que mierda le metieran al "Pablito" le había sancochado los sesos. En la mano derecha sostenía un vaso lleno de cerveza, sin espuma, como si hubiera estado allí mucho rato. En la izquierda sostenía una botella.-¡Coco! -saludó David y le miró los ojos que ahora parecían un par de vidrios resquebrajados y recorridos por riachuelos de sangre muy líquida. Una breve humedad, sobre su barbilla, se rompía en brillitos.

-¡Salud! -dijo Coco y secó su vaso baboseando el borde; así se lo alcanzó a David.

David inspeccionó el ambiente. Salvo Miguel, el anfitrión, y Coco que más bien parecía no existir, no reconoció a nadie y eso le pareció sorprendente.

Habían arrimado los sillones contra las paredes y las sillas también. Sentada, una muchacha se abanicaba con la envoltura de un viejo long play "Slade en vivo". Tenía cruzadas las piernas. David la desnudó con los ojos, imaginó que le quitaba la minifalda y lamía sus muslos bronceados. Esto le provocó una erección.

Mientras tanto, Coco había hablado. Dijo algo sobre la vieja amistad que los relacionaba y otras nostalgias de la niñez. La ternura, una especie de desolación, lo tenía cogido del culo. David comprendió que con él se aburriría.

-¡Vampiro dijo que te crees la cagada! -comentó Coco-. ¡Ellos qué saben de lo que tú eres capaz! ¿Te acuerdas cuando trajimos esa piedrota desde la playa?

-¡Cómo lo hicimos! ¿No?-

Todo para que la quebraras en dos, huevón -dijo Coco.

-¡Sí, qué huevón fui!, esas piedras de la playa no sirven y ya no me interesa la escultura. Aunque un día deberíamos conseguir otra piedra igual de grande para esculpir tu cabeza.David volvió los ojos a la fiesta y le pareció muy extraño que no hubiese nadie del barrio. Era extraño, porque hacia las fiestas tenían la misma actitud que las moscas hacia la mierda.

-¡Coco, oye, mira, allá adentro hay una tipa que me tiene enfermo! Toma -le devolvió la botella y el vaso-, ya vengo, ¿ya? ¿Por qué no entras?


Sexta foto

Fue cosa de acercarse y decirle: si fueras un poquito, solamente un poquito más bella, tendríamos un horrible vacío aquí en la fiesta. Ella lo miró como se mira a un mago y le dijo con una sonrisa persistente que no le entendía absolutamente nada. Entonces David explicó que Jesús murió en la cruz a los treinta y tres, pocos años después de comenzar su prédica, poquitos. Los eclipses los ve uno desde un mismo lugar cada trescientos sesenta años, y el noviazgo es siempre la parte más pequeña de una relación. Ella rio y fue como si le brotaran mariposas amarillas. ¿Estás loco?, preguntó ella. No, contestó David, soy lo más cuerdo que existe sobre la tierra. Luego agregó: hasta ahora, porque comienzo a sentir, segundo a segundo, que una fuga de cordura me está desquiciando, y todo por ti, porque estoy enloqueciendo de sólo amarte.

Después bailaron, después bebieron, siempre entre risas y frases extrañas. Bailaron abrazados una balada. Se miraron, se olieron. Un temblor en él, simulado, patrañero. ¡Estoy temblando!, dijo David. No te cre..., a la ninfa se le truncó la frase porque era evidente que David temblaba, lo sintió. ¿Por qué tiemblas? preguntó con una preocupación de madre. David dijo: no me creíste, ¿no? Bueno, no me creas, pero es verdad, te amo.

Más tarde fue cosa de acompañarla a su casa y luego besarla suavecito, sin precipitaciones, nada de estirar la mano y agarrar una teta, porque la historia es rosa, porque ella es rosa y porque más adelante habría tiempo de cambiarle el color, como siempre, al relato. Pero ahora consistía en llenarla de ternura. Una ternura que la muchacha de los muslos dorados correspondió maravillosamente.

"Un día que vengas por la mañana, dijo ella, quiero enseñarte un nido de golondrinas que hay en mi azotea". "¿Tuyo?", preguntó David. "No, no, respondió ella, de las golondrinas."


Sétima foto

La garúa incluso puede ser romántica. Pero hay que examinar los contextos. Allí está la garúa, acariciando el cuerpo de Coco. Nada raro, hasta allí, porque también a ti te acaricia y te humedece el rostro, los cabellos, la ropa. El asunto es que tú la recibes verticalmente, mientras Coco lo hace paralelo a la línea del horizonte. Te preguntas ¿y qué puta hace tirado en medio de la calle? Refunfuñas porque sabes bien lo que se te viene encima, sabes bien que, claro, tienes que llevarlo. Te sientas a su lado y traes su cabeza hacia ti. ¡Qué huevón eres!, le dices. Entonces te acuerdas de cuando él tenía catorce años y tú doce, y cuando te enseñó a fumar, y la primera borrachera con ese trago dulce, Guinda de Huaura, apestoso y denigrante trago para adolescentes que no aguantan la cerveza ni el pisco. Piensas que si no hubiera hecho algo por ti, en aquella época, ahora sería uno más de los chicos del barrio, tan despreciados por tu petulancia. ¿Te conmueves? ¿Pero es verdad que te conmueves? Basta ya, demasiadas preguntas. Habías rebobinado el cassette y él tenía catorce años. Recuerdas su faceta despiadada, su relación con el anciano decrépito y enfermo que era su padre. ¿Pero era en verdad su padre? Aquel viejo caminaba arrastrando unos enormes zapatos de costuras remendadas, era alto y viejo, con enormes ojeras, el pelo desgreñado, la ropa sucia. En cambio, la madre de Coco no debía de tener más de treinta y cinco. ¿Ese viejo lo había procreado? ¿Esa mujer dormía en la misma cama que ese viejo?

Era posible que no fuera su padre, decían; y, sin embargo, cuando el viejo murió todos vieron a Coco llorarlo, como si fuera de verdad su hijo, como si nunca hubiese venido por detrás, en la calle, a jalarle el pelo, a burlarse de ese esperpento que no parecía tener ninguna capacidad de reaccionar, como si lo hubiesen lobotomizado.Y ahora, allí, bajo la garúa, salta a tu cuello un nudo que estrangula tu garganta, y hay demasiada humedad en tus ojos. ¡A la mierda con que se ensucie el jean, y te sientas a su lado! ¡Cuántos habrán pasado junto a él y lo han dejado allí!

Te duele eso. Pero te jode aún más sentir que la puta sensación que experimentas se parece a la que sientes cuando ves una película cursi. ¡Qué más da! Le cierras la camisa para no verle más esa panza que siempre se rasca, un viejo tic que no reprime. Esa panza, ahora crecida, que le quitó la sombra de Quijote que tenía antes de que lo metieran a la Infantería de Marina. No era una gran barriga, era como un bulto en un mástil, como un árbol embarazado. Un Quijote-Panza, claro, aunque ahora parecía ya no haber nada que lo empujara, ahora que los molinos son de Nicolini y las dulcineas no existen. Ahora que su madre había muerto después de que un coágulo de sangre en el cerebro la hizo chillar y escandalizar al barrio los últimos meses de su vida, que se los pasó ebria y llegando a su casa en el auto de cualquiera, porque sabía -el médico se lo había dicho- que un día el televisor iba a apagársele para siempre. Aquella noche Coco había salido del cuartel para estar en el velorio, y sus compañeros de armas habían hecho una guardia de honor. Pero Coco no volvió con su patrulla. Se quedó en el barrio. Compró mucho pisco y mucha pasta y se lo fumó todo en su casa vacía.

Ahora lo jalas hasta apoyarlo contra la pared. Luego metes tus brazos por debajo de sus axilas y lo alzas con fuerza, poco a poco. Consigues poner tu hombro contra su estómago y dejas que se pliegue, como un saco de arena sobre el hombro de un obrero. Pesa el cabrón. ¿Cuántos kilos se traen en un metro ochenta y cinco?

Caminas puteando cada dos pasos. Decides que la esquina será tu primera parada. Descansarás allí. Cada paso retumba en tus sienes como un batir de tambores de hojalata. Hilos de sudor bajan de tu cabeza. Se filtran a tu boca por las comisuras de los labios, también a los ojos por los rabillos y te arde. Llegas a la esquina, te acercas a la pared y lo paras contra ella. Dejas que se deslice, lentamente. Termina sentado en el suelo. Das vueltas, llenando de aire tus pulmones. Tus pulsaciones recobran su ritmo normal. Siempre recobraste la normalidad muy rápido. Eras un buen fondista en el colegio. De pronto, Coco larga una metralla de frases ininteligibles. Abre los ojos y mira sin mirar. "Quiero morir", dice. ¿Quiere morirse? Es eso lo que dice, "quiero morirme, quiero morirme", musita lastimosamente. Por qué diablos recordarás cosas tontas en circunstancias como ésta: "la plañidera, la plañidera, un violín, en el otro salón..." Coco es la sustancia que en este instante coagula toda tu realidad, te obliga a olvidar esa vieja y melodramática canción, y ahora lo ves que intenta incorporarse, "quiero morir", repite. Torpemente consigue ponerse de pie. Da uno, dos, tres pasos y se va para abajo. Lo sostienes a tiempo para evitar el contrasuelazo. Intenta zafarse de ti y lo intenta nuevamente, ¿te divierte? Camina, cuatro, cinco, seis pasos y se va contra un montículo de arena. Al lado hay un teléfono público. Ahora Coco se sostiene del poste, luego de la cabina y consigue erguirse. Lo miras, te sientes incómodo, patético, ridículo. Peor aun cuando comienza a darse de cabezazos contra la cabina, que felizmente es de fibra de vidrio. De todas maneras debe doler. Pones una mano entre su frente y la cabina, y él no se percata de que está estrellándose contra la palma de tu mano. Su arrebato suicida dura un par de segundos más. En el último impulso se va para atrás y cae en cruz sobre la arena y otra vez se queda dormido.

Con mucha más dificultad que al principio lo vuelves a trepar sobre tu hombro. Has avanzado diez metros cuando la luz de un reflector te cae de lleno por detrás. Ilumina tu camino y te proyecta en una esbelta sombra de cuatro o cinco metros. No te detienes, no lo puedes hacer, lo sabes de sobra, allí atrás está el patrullero y no puedes detenerte, y por eso apuras el paso, faltan solamente cincuenta metros para llegar a tu casa, Coco, solamente cuarenta y cinco y ahora...

-¡Ey, tú, párate!

"Estoy parado, huevón, estoy parado", dice tu cabeza. No te detienes, te haces el sordo. Falta poco, Coco, nadie te molestará en la casa de tus abuelos, puta que pesas Coco, ya estamos llegando.

-¡Alto, carajo! -grita de nuevo el policía y te agarra por el cuello de la camisa, con violencia.

Casi te hace caer. Recobras el equilibrio. La furia ha trepado a tus ojos, pero sabes que debes tener tacto, no dejar que te irriten, manejar la situación como lo hace un camionero en falta. No por ti, por Coco. Piensas en los pocos metros que te faltan y entonces mientes.

-¡Ah, jefe, eran ustedes, felizmente, pensé que nos querían asaltar!

-¿Qué le pasó a ése? -refunfuña el policía

Cada segundo que transcurre Coco te pesa dos kilos más.

-Se pasó de trago, jefe, lo llevo a su casa para que se duerma.

-A ver, súbelo al patrullero.

-¡Gracias, jefe, no se preocupe, aquí nomás vive!

-¡Súbelo al patrullero, imbécil, o crees que te vamos a hacer un taxi!

Miras al policía con toda la rabia que habías agazapado. Caminas hacia la pared y lo dejas contra ella, descuidadamente. No puedes evitar que se dé un porrazo. Felizmente la pared parece de quincha, en fin.

-¿Quieres llevártelo? -le dices al policía, sonriéndole - ¡Allá está, súbelo tú!

-¿Qué pasa? -pregunta otro policía, aproximándose.

-Nada, que aquí hay un malcriadito.


Octava foto

Al final del pasillo, David distinguió un patio lleno de gente. Los policías lo metieron en la oficina del comisario. Antes que él habían entrado dos taxistas que, por lo que escuchó, habían chocado.

-¿Y éste? -preguntó un policía gordo sentado detrás de un escritorio con las puntas desconchadas.

-Un pendejito, mi Comisario.

-Un vivo de la vida más... -dijo el Comisario mirándolo con desprecio, aburrido. El policía contó su versión de las cosas.

-Eres un payasito, un rebelde eres... -dijo cuando acabó el policía.David sonrió.

-¿De qué te ríes, imbécil? -vociferó el comisario.

-Esta hinchazón de mi cara me da cosquillas...

-¡Cállate! -ladró el Comisario, exasperado. Se metió un dedo a la oreja derecha y lo agitó con fuerza.

-¿Así que no quieres decirnos cómo se llama tu amiguito? -dijo el Comisario.-No sé cómo se llama.

-Lo llevabas cargado ¿no?

-Sí ...-

Y si no lo conoces, ¿por qué lo hacías?

-Me lo estaba robando.El comisario se puso de pie con violencia y golpeó el escritorio con las palmas de las manos. Uno de los guardias se acercó por detrás y golpeó a David en los riñones. David se dobló de dolor. Sintió miedo y rabia. El Comisario gruñó que se lo llevaran. Los subalternos lo tomaron de las axilas y obedecieron.

-A ver si una noche en este hotelito le quita algo de su cojudez al chistoso.

-Sé de otro a quien se le va quitar la cojudez cuando lo manden a Huancavelica a criar chanchos. No sabes con quién te has metido -gritó David.-¡Este cooounchasuumadre! -masculló el Comisario.

Los policías y David recorrieron un pasillo de unos diez metros y doblaron a la izquierda. Entraron a un ambiente apenas iluminado que apestaba a sudor y pies sucios.-¿Te diviertes, no huevón? -dijo el policía que lo había golpeado en la espalda y que antes le había hecho el moretón en la cara con la cacha de su revólver-. Así que tienes vara. Y seguro vas a ir a llorarle como una niñita.

El policía sacó unas llaves, abrió un candado, jaló una puerta y empujó a David hacia el interior. Una ácida tufarada hirió su olfato. Mismo Papillon, pensó David. De repente, una risa cachacienta, conocida, rompió ese pegajoso silencio lleno de murmullos.-Ja -rio alguien sin ganas-.El pi-ca-pe-dre-ro está aquí.

Los ojos de David se acostumbraron a la penumbra apenas iluminada por la luz que venía del pasillo y que se filtraba por una ventana que daba al patio donde estaban todos los otros que la policía había recogido de las calles. Sintió alivio de no estar solo en esa fétida mazmorra. Uno a uno reconoció a los de su barrio, típica noche de batidas. Vampiro estaba allí, desolado. ¿Le habrían encontrado algo encima? ¿Otra vez estaba camino a Lurigancho? ¿Lo violarían una y otra vez como decían que ya había pasado? ¿Tendría humor para decir: soy un hombre probado, porque yo perdí y no me gustó?

-¿Qué te pasó en la cara? -preguntó el Chato Alejandro.

-No es nada, Chato -dijo David-. Y gracias por la preocupación, venga para acá, pé mi Chato. Chupé de tu trago, pero no te dije feliz cumpleaños. ¿Qué tal la estás pasando?Alguien rio, un desconocido.

Coco roncaba, a un costado, sobre el suelo. Alguien le había hecho una almohadita con periódicos.

-¡Averaveraver! -dijo David, nervioso, con unos ánimos forzados-. ¿Armamos un tono aquí ¿o no?

-Ohhh, no seas tarado, Picapedrero, siempre tienes que estar diciendo las mismas huevadas -dijo Vampi, sonámbulo, depre. El Chato se rio bajito, aburrido, y se fue a sentar otra vez por ahí, junto al resto. David hizo lo mismo.


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