8:30:00

Cuento de Coco

Publicado por ERICK CENTENO |

Sonó el teléfono.Alo, dijo Sed

Hola Sed, te habla Dios, sorry que te moleste pero necesito que me hagas un favor, dijo con voz muy baja y algo sospechosa

Si Dios dime ¿qué puedo hacer por ti?

Como tú sabrás, yo todo lo puedo ver y sé que esta mañana fuiste muy temprano a comprar y la señora que te dio tu vuelto, te dio cambio de más y tú no lo devolviste, ¿verdad Sed?

Tienes razón, no lo devolví…sorry no pensé que hacía mal. Contestó algo avergonzado Sed.

Bueno, bueno hijo no te preocupes, sólo quiero que me hagas un favor con ese vuelto que te dieron de más; quiero que me compres todos los preservativos que puedas, lo que pasa es que ha caído por acá una chica recontra pecadora a pedir perdón y yo estoy sin protección…dame una mano con este favorcito y todo está arreglado entre nosotros, OK? Dijo Dios hablando aún de manera muy baja, pero ya evidentemente menos sospechosa.

Sed accedió y raudamente fue tras su indulgencia

Compró muchos preservativos, pues el vuelto que le quedó era más o menos grande, luego se puso a pensar cómo diablos iba a entregarle los condones a Dios, la idea de ir hasta el cielo le jodía bastante pues el camino era larguísimo y estaba lleno de ladrones.

Mientras Sed salía del colegio de su barrio donde compró los preservativos, seguía pensando cómo hacer para darle los condones a Dios cuando de pronto, empezó a timbrar el teléfono público que se hallaba a un par de metros de la puerta del colegio.

Sed se sorprendió, pero como no vio a nadie más cerca del teléfono público se acercó y contestó.

Hey Sed, hola soy yo de nuevo, dijo Dios, mira loquito déjame los condones ahí nomás en el teléfono público que yo paso en unos segundos a recogerlos, más bien gracias por todo, de verdad me salvas de una grande socio, tú sabes que no sería bueno si la gente me ve entrando a comprar jebes, luego se entera al toque todo el mundo y todos empiezan a hablar huevadas, gracias de nuevo, tú pásame la voz cuando necesites algo nomás, más bien ya te corto porque se acaba el saldo de mi celu, adiós. Colgó

Sed dejó los preservativos en el teléfono público y comenzó su camino a casa para empezar a estudiar para un examen que tenía al día siguiente. Mientras caminaba volteó a mirar hacia atrás y vio como un niño se acercaba al teléfono público y cogía la bolsa donde estaban los preservativos, seguidamente llegaba Dios y se los arranchaba de manera violenta y lo castigaba con un lapo en la cabeza luego, se marchaba rápido mirando a todos lados.

Ya se había hecho tarde, así que Sed se recostó en el sofá de su casa para comenzar a estudiar para su examen, y, sin quererlo así, se quedó dormido. Se levantó al día siguiente.

Preocupado pues no había estudiado nada aún para el dichoso examen, Sed llamó a Dios.Alo, dijo Dios, por la voz parecía que la llamada lo acababa de levantar

Alo Dios, te habla Sed¿Cuál Sed?Sed pues, el que te compró los profilácticos ayer.

Ah, ¿qué quieres?

Necesito que me hagas un favor, ayer, con todo eso de la diligencia de irte a comprar, no pude estudiar para mi examen de hoy, no sé si puedes darme una manito, la verdad es que lo necesito mucho… por favor Dios. Pidió Sed con voz de muy necesitado.

Entonces se escuchó la voz de una chica al otro lado del teléfono que le decía a Dios:

Amor, ¿con quién hablas?

Con un vago de mierda que quiere que lo ayude por que no estudió para su examen, ta´ bien huevón, que se joda. Le contestó Dios a la chica, para luego retomar la conversación con Sed

Sorry loquito estoy muy ocupado, además, debiste estudiar para tu examen pues, no puedo ayudarte, chau. Colgó

Sed, algo decepcionado, se alistó para ir rumbo a su examen. Como andaba algo preocupado decidió fumarse un cigarrito para calmarse, así que se detuvo en la esquina de su barrio para comprar; vio que de nuevo le estaban dando vuelto de más, esta vez lo devolvió y lanzó el cigarrillo al piso, luego miró al cielo y dijo: a mi no me haces huevón dos veces


Jorge Bar


8:35:00

Se cerro la puerta...

Publicado por ERICK CENTENO |


ESCENA FINAL


he dejado la puerta entreabierta
soy un animal que no se resigna a morir


la eternidad es la oscura bisagra
que cede
un pequeño ruido en la noche de la carne

soy la isla que avanza sostenida por la muerte
o una ciudad ferozmente cercada por la vida

o tal vez no soy nada
sólo el insomnio y la brillante indiferencia de los astros

desierto destino
inexorable el sol de los vivos se levanta

reconozco esa puerta
no hay otra


hielo primaveral
y una espina de sangre
en el ojo de la rosa.


Blanca Varela

La conocí el 97 o el 98 en Barranco en la Casa de Poesía Eguren; tan ella, tan Blanca Varela.

Hoy que partió de entre nosotros para estar al lado de su hijo y don José Watanabe, aun recuerdo esa tarde. Nunca mas la volví a ver, pero siempre me hizo volver en mis pasos como hoy...

13:09:00

Carlos Oliva y sus toros mecanicos....

Publicado por ERICK CENTENO |

El círculo de los escritores asesinos de Diego Trelles:


Éste es el sueño: el poeta Carlos Oliva y yo tomábamos una cerveza en el bar de Tito. Aunque yo nunca conocí físicamente a Oliva, sabía que era él y además él me decía que era Oliva, que si estaba loco para hacerle una pregunta tan estúpida, como si no lo conociera. Accedí. Incluso me disculpé. Luego empezó a contarme la historia de un poeta piurano que buscaba la muerte en una calle del Centro de Lima. Su método era simple: hacía como que se quedaba dormido sobre una pista vacía en plena madrugada hasta que, cual rata callejera, lo arrollase el primer coche. El poeta piurano sufría de amor pero, como sucede en estos casos, no murió ni de amor ni de nada. Lo que sí hizo fue contarle su historia a un periodista romántico que la convirtió en crónica y, luego, claro, con un efecto de boomerang que la hizo regresar con más fuerza, en leyenda urbana, en hazaña poética. «Si uno quiere morir atropellado por un carro, poeta Ganivet, no se hace el dormido sobre una calle deshabitada a las cinco de la mañana, ¿no es cierto? ¡Para eso está la Vía Expresa, no me jodan!» me decía un Oliva demasiado serio o, quizás, algo angustiado. Acto seguido, me dijo que él sabía cómo se moriría pero no sabía cuándo. Me lo dijo de la misma manera en la que uno dice que sabe de automóviles o que se pedirá una cerveza. Lo que lo agobiaba era saberse ignorante del momento y, más aún, tener la certeza de que moriría como un poeta joven y anónimo. Fue, entonces, cuando empezó a hablarme de cómo algunas personas se quieren morir sin sospecharlo, sin atreverse siquiera a pensarlo, aguantando estoicamente el dolor en el pecho que produce el acto mecánico del respiro. «Causa angustia, poeta Ganivet, la nada, el no saber, la inutilidad de los sentimientos que son sólo barreras ficticias para evadir el deseo sincero de pararlo todo. Entonces –sólo entonces– empieza uno a jugar. Como un niño con sus juguetes, uno juega con la muerte» me decía con una frialdad impresionante mientras yo pensaba en mí con toda la tristeza del mundo y me ponía a llorar. Es decir: yo, que en mi vida había llorado frente a algo parecido a un ser viviente, lloraba a moco tendido en y fuera de mi sueño hasta que Oliva me dijo que me dejara de mariconadas, Ganivet, que qué era eso de andar lloriqueando frente a todo el bar como un crío. Comprendí, entonces, que era poco serio sensibilizarse en esas circunstancias en las que te han elegido para ser testigo de algo revelador de lo que, intuyes, jamás podrás librarte. Entonces preguntó: «¿sabes cómo me voy a morir, Ganivet?» y se rió como si su risa fuera sólo el prólogo de una violenta manifestación de dolor, como si al cerrar la boca empezaran a invadirlo las arcadas del llanto hasta vencer su resistencia. Sin mediar pregunta y mirándome a los ojos con la mirada del mago farsante que te exhorta a aplaudirlo, me dijo que moriría en un accidente de tránsito pero que, en el fondo, no sería sino el simulacro de una fatalidad, un engaño premeditado que ahora conseguía liberar de su diccionario mental la palabra suicidio. Fue, entonces, que soltó su gran secreto para luego embarcarse en un monólogo febril en el que ya mi presencia no tuvo importancia: «Toreo automóviles, Ganivet» me dijo de pronto, «no sé si me entiendes; los sábados en la madrugada, cuando ya nadie quiere tomar conmigo, me encamino hacia una de esas avenidas de letreros luminosos que sólo consiguen perturbarme, repitiendo una y otra vez esa canción que dice, Tu tesoro, Carlos Oliva, es el amor que perdiste en tus manos de navegante ebrio, de náufrago sobre un tronco a la deriva, de marino agotado de tanto nadar contra la corriente, para llegar tenuemente hacia la resaca16, ¿tú has escuchado ese vals, Ganivet? No, claro que no, imposible, sólo este servidor lo ha escuchado porque ya no queda público en las galerías y eso lo sé porque tengo ambos pies agarrotados sobre el cemento, entre esas rayas finitas que colorean las negras autopistas, mi camisa arrugada me sostiene aunque cuelgue del vacío y ondee como una bandera ajada, la tengo bien cogida mientras me digo, Carlos, la capa con las dos manos, el cuerpo respingado, el culito terso, los brazos firmes, los dientes bien cerrados, los ojos inmóviles como los del francotirador ante su presa ¿me entiendes?, porque puede ser la última, Carlos Oliva, puede ser la última, así que cuando veas la sombra del toro mecánico apresurando su paso a través del horizonte y anunciando la llegada de la estampida con la luz del día, ahí debes adornarlo, ahí mismo, desplantar la embestida con donaire, con total dominio de tu lidia mataor, macheteándolo de rodillas con la verónica y rematándolo con la media, y ahí de nuevo el capeo y ole, el capeo y ole, el capeo y ole, desde el tendido imaginario, con los brazos en alto, triunfador entre un concierto de bocinas e insultos, Carlos Oliva, que te puedes morir este sábado, una cabeceada mortal, una trompicada terrible que te haría perder el equilibrio en el ruedo y, entonces, ya quisieras que hablasen en los periódicos de los choferes asesinos que conducen en Lima o de la mala suerte de los poetas que trajinan por las calles pensando en sus musas, esas musas que nunca tuviste, recuerda, esas ninfas invisibles, esas criaturas celestiales, siempre ajenas, Carlos, siempre para los otros jóvenes sensibles; pero al menos ahí queda tu legado, ahí está esa obra vasta que dejarás virgen, imagina, hasta que entonces, ya con rubor, empieces a comprender que a nadie le interesarán tus canciones ni tus cuadernos ni tu sufrimiento porque tú, Carlos Oliva, no eres Lucho Hernández y nunca publicaste un puto libro, ni saliste en el Ellos & Ellas de Caretas –seguro por cholito, seguro por marrón– ni en el Somos sabatino junto a los artistas bonitos y profundos que resplandecen ante los flashes de esos fotógrafos impertinentes de la prensa, Carlos, y tampoco jugueteaste con el pelo de Natalita, ni brindaste con Rodrigo que se agarra unos cuerazos en el Sargento, ni viste a Claudita que está loca la pobre yendo al Bauhaus todos los miércoles aunque ya está repleto de cholos y chibolos cojuditos y ahí sí tú no entras, ahí sí no encajas, ¿sabes por qué, Carlos Oliva?, porque nunca fuiste un poeta avant-garde o un artista de luxe, porque nunca tuviste un sentido policial de la vida ni le limpiaste el moco a los señorones artistas del gremio de mafiosos, porque no conoces quién es quién o con qué palabras se le habla a la policía cultural de Lima y ahí perdiste el paso, poeta, ahí mismito te moriste en vida, Carlos Oliva...»Cuando Oliva acabó con su soliloquio, todas las personas del bar se habían marchado y afuera una neblina londinense se apoderaba de la ciudad. «Márchate ahora» me dijo el poeta con cierta vehemencia después de terminar su cerveza. Mi negativa fue recibida sin alborozo, diría incluso que con fastidio, pero mi obstinación era más fuerte que toda su indiferencia, que cualquiera de sus agravios y sentía cómo la presencia de un ánimo morboso me animaba a seguirlo, o quizás, más acertado sería decir que lo perseguía sin saber cómo. Seguía sus pasos procurando que no me viera a lo largo del Jirón Quilca, veinte pasos detrás de él que avanzaba balanceándose, exagerando su borrachera, de cara a una desierta avenida Wilson. Con ambas manos se despojó de la camisa, jalándola desde su espalda como si no tuviera botones. Escuálido, exhibiendo su desnutrición, las vértebras salidas de su espina dorsal, caminó arrebatado como si estuviera a punto de pelearse. Empecé a correr y, también, a sentir que no avanzaba, mientras Oliva ya empezaba con unos pasitos ridículos que a mí me parecieron más bien de baile, yo lo veía cada vez más lejos, cada vez más pequeño, y crecía mi desesperación y lo veía sacudiendo su camisa pero, más que un torero, a mí me parecía un saltimbanqui demente o un hombre huérfano de cordura en el preludio de una muerte atroz.Luego de esquivar el primer auto, asentó una de sus rodillas sobre el piso y alzó ambos brazos. Grité su nombre. No volteó. Me sentía arrastrado por un mar salvaje que me alejaba de la orilla en la que Oliva estaba a punto de morirse. El segundo auto se llevó su camisa con el parabrisas y él volteó el torso dándole la espalda al tráfico. En ese momento tuve la sensación de que impedir lo que vería, no sería más que un acto de excesiva estupidez. Tuve un repentino acceso de calma, mis piernas dejaron de moverse y yo de alejarme. Estaba a cinco metros de él, cuando el ruido seco que hizo su cuerpo al empotrarse contra una combi vacía, explosionó en mis oídos. Oliva voló como impulsado por un ventilador gigante y cayó inerte sobre la calzada con el pecho destrozado. Sus piernas, que aún temblaban, parecían de goma y lo que quedaba de su cabeza ya no pendía del tronco, estaba dislocada, pegada de lado sobre uno de sus hombros. En ese momento, la avenida ya no sonaba a nada, la combi que lo había asesinado desapareció y yo, que lloraba por segunda vez en el sueño, me acercaba al harapo de carne que ahora era el poeta, con el único, escalofriante motivo de observarlo muerto. Entonces fue que, segundos antes de ejecutarlo, escuché mi grito, un alarido de bestia moribunda que me trajo a la memoria a la agonizante Agnes en su lecho de muerte al inicio de Gritos y susurros.17 Ese grito de ultratumba salió desde mis entrañas sin que hubiera abierto la boca. Fue entonces que tuve la premonición del horror cuando empecé a reconocerme en el caído, cuando vi con estupor que eran mis rasgos faciales los del cadáver de Oliva y que me observaba apaciblemente muerto, librado de toda angustia mundana y leve, leve como una pluma en plena caída, esperando el contacto de alguna superficie neutra, de cualquier cuerpo ajeno........




16 Si bien estos versos pertenecen a Oliva (son del poema S/T, incluido en su obra póstuma Lima o el largo camino de la desesperación, 1995) y aunque efectivamente el poeta murió en 1994, hay algunas inexactitudes en lo narrado que me llevan a concluir que Ganivet ha hecho confluir las historias de tres poetas peruanos atropellados, en una sola. La primera de ellas, siguiendo un orden cronológico, es la del poeta chimbotano Juan Ojeda. Según una leyenda urbana, más que haciendo de torero, Ojeda se suicida emulando a un toro con el objetivo de embestir a un carro en plena avenida Arequipa. Lo de Oliva, por su parte, no sucedió en la avenida Wilson sino cruzando la Vía Evitamiento por el Puente Dueñas. Él y algunos de sus amigos, huían de algo peligroso cuando lo cogió un automóvil. En lo que acierta Ganivet es en que fue una combi (servicio informal de transporte metropolitano en Lima) la que, en una segunda instancia, lo mata. Finalmente, el tercer poeta es Juan Vega y, como Oliva, también formaba parte de Neón. Fue Vega el que falleció en la avenida Wilson en 1996 cuando salía de la presentación de una revista organizada en el bar Queirolo.


17 Se refiere a Agnes, la hermana moribunda en Viskingar och rop (1972), obra mayor dentro de la extensa filmografía del maestro sueco, Ingmar Bergman. La escena que recuerda Ganivet, el grito asolador de la enferma, es la que da inicio al filme.

9:00:00

Ganas de ti...

Publicado por ERICK CENTENO |


"El mal está sólo en tu mente y no en lo externo.La mente pura siempre ve solamente lo bueno en cada cosa,pero la mala se encarga de inventar el mal".
Goethe


El Piraña, echando prosa y con ínfulas de gran conocedor, te había advertido que para dar vueltas de noche por la avenida San Juan de Dios había que estar medio entonado, aunque, eso sí, sin pasarse de la raya. « Suave nomás con el trago: ni mucho, ni poco. Lo suficiente como para tomar valor y saber mandarse, porque, cuando las encaras, esas perras sabidas castigan con la mirada, y sientes un no sé qué que te arrocha, te delata. Si te quedas callado ahí sí perdiste, porque se ríen en tus propias narices hasta sacarte de quicio. Escucha: en San Juan de Dios el silencio es de los giles, de los aguantados, de los que nunca han tirado, ¿estás parando la oreja, Matías? ». Sí, por supuesto. Buscar mujer no era tarea fácil, pero tu cuerpo era un hervidero de hormonas que ya exigían, te turbaban, y tú no podías esperar más. « Hagan deporte para descargar toda esa energía », les decía con parsimonia el Hermano Gabriel y tú, malpensado, te reías en silencio escudriñando las arrugas de sus manos, convencido de que ese viejo cascarrabias era más pajero que toda tu patota junta.


Es cierto que en tu barrio había mocosas simpaticonas por todo lado. Pero cuando, paciente, empezabas a trabajártelas, la mayoría se hacían las ya no ya, las interesantes; y al final no soltaban ni siquiera la jeta. Otras, en cambio, te excitaban de arranque haciéndote ojitos; entonces comenzaba el floreo y, si no querían hacerse pasar por santurronas, al ratito se dejaban besuquear... Todo iba a pedir de boca hasta cuando, pulpo desesperado, proponías con las manos cosas más arriesgadas. Ahí sí se echaban para atrás como quien no quiere la cosa. La última vez, la Mayra --la que te trae loco, Matías-- te cacheteó cuando intentaste sobarle las nalgas: « ¿Qué te pasa, aguantado? ¿No sabes respetar a una mujer?». Indignada, se acomodó el cabello con un movimiento brusco y te miró asqueada, esperando una respuesta que la desagravie. «Te tengo ganas, pues, ¿me vas a decir que no te gusta? », disparaste, contrariado, lo primero que se te vino a la cabeza. Diste un respiro y proseguiste, todo meloso: «Déjate nomás, yo sé que a los dos nos gusta, Mayrita».


--Si quieres hacer cochinadas entonces búscate una puta --te fulminó la chiquilla, casi silabeando cada palabra y adoptando afectadas maneras de mujer ultrajada. Luego, se fue y te dejó con los crespos hechos, caliente, ansioso y desconcertado. Lo de siempre, lo de todos los días, Matías. Para bien o para mal, ella tenía razón: las chibolas eran muy complicadas, entonces tenías que buscarte callejeras como el Piraña. Por un momento recordaste lo que muchos te habían advertido: que él era muy hablador y que, en realidad, tenía tanta experiencia con las mujeres como tú; pero esta vez no pensabas echarte para atrás.


Lo decidiste mordiendo tus labios: tomarías valor e irías por fin a San Juan de Dios a sacarte el clavo de una vez por todas.


«Creo que con dos jarras será suficiente», te dijo el Piraña, explorando con indiferencia las mesas contiguas. « Este ron es bien trepador, así que tómalo despacio, nadie nos apura. Todavía es temprano». Casi las cinco de la tarde. Afuera, los últimos vestigios de sol todavía alcanzaban a iluminar el centro de la Plaza España. Viejos feos y barrigones embutidos en tristes ternos decadentes entraban y salían del extenso local. Todos te parecían iguales, como cortados por la misma tijera: ruinosos, viciosos y repelentes. ¿Acaso así serías de viejo?, ¿tendrían familia esos tipos?, ¿quiénes eran y de dónde habían salido tantos personajillos?


--Así son todos los viernes --te dijo el Piraña rezumando cierto desdén en sus palabras, y escupiendo al suelo sin ganas--. Casi todos son abogados, leguleyos... Salen de la Corte y entran a la cantina, y salen de la cantina y entran a la Corte. Esa es su vida... vida hasta el culo...


«¿La Corte?», preguntaste inspirado por una viva curiosidad. «Sí, la Corte. Mi viejo es magistrado, ¿no te acuerdas que te lo conté? Y él siempre dice que es una mierda, ahí reina la corrupción, que todos los jueces se venden, que todos tienen un precio. » Tú escuchabas en silencio mientras persistías en tu afán de comprender. «¿Y tu viejo también se vende? », indagaste con candidez --eres cándido, Matías--, y casi sin darte cuenta.


--¡Estás tú bien huevón! --vociferó exaltado y poniéndose de pie--. A ver repite, repite tu pregunta para que veas cómo me desconozco y te saco todos los dientes de un solo sopapo.


Algunos tipos se quedaron mirándolos con gestos alunados. Te sonrojaste. El bullicio de la cantina se apagó por unos segundos. Atinaste a apurar el vaso de ron de un solo trago y te dirigiste a tu amigo: « siéntate, Piraña, déjame explicarte porque no has entendido mi pregunta». «Ah ya, más te vale, compadre», te dijo bajando los humos. Tomó asiento y todo volvió a la calma: raídas mesitas de madera, otras de plástico, racimos de bebedores anónimos con sacos rancios y corbatas chocantes. Una atmósfera indigesta y un perro gris sin alma que lamía los escupitajos que encontraba a su paso. « Ya quiero que anochezca, carajo, para irme de acá de una vez», pensaste volviendo la mirada hacia afuera. Ahora, la triste Plaza España te parecía el paraíso al lado de esta chingana abogadil que jurabas no volver a pisar: « la gente de este bar me está llegando al pincho».


La noche cayó y las jarras de ron se fueron acumulando hasta multiplicarse. « Casi las once, Matías, ya es hora de probar carne». Sentiste una opresión en el pecho, un sacudón emocional que caminaba por tus entrañas y, de súbito, te embriagaba más que el licor: «¿ya nos vamos?», preguntaste dibujando el semblante de un soberano papanatas. El cigarrillo se te cayó de la mano. « ¡Tranquilo! Recoge eso y vámonos », te ordenó el Piraña, poniéndose de pie. Y, mientras te agachabas y mirabas al suelo, tomaste conciencia de lo que pasaría en un rato. Quisiste decirle que ya no, que querías regresar al barrio porque te orinabas de miedo. Pero no abriste la boca porque, aunque por dentro morías, temías terminar siendo el hazmerreír de toda tu cuadra.Él, para hacer hora, te hizo dar una vuelta por los alrededores del parque Duhamel advirtiéndote de que era un lugar engañoso: « tienes que mirar bien, la mayoría son maricas, la voz y las manos los delatan». Tú no mirabas nada, por momentos hasta entrecerrabas los ojos.


--Al toque se nota que no tienes cancha, Matías --te dijo encendiendo un cigarrillo.


No le dijiste nada. Lo que menos querías era entablar una conversa.


--Cuéntame algo para que te relajes. Un secreto, algo que no le hayas contado a nadie.


--No tengo nada que decir --repusiste


--Todos tenemos secretos --apostilló algo turbado--. De mí, por ejemplo, se dicen tantas cosas: que soy puro floro, que soy medio chueco. A veces la gente no cuenta sus cosas simplemente para ahorrarse problemas. La gente no entiende, nunca entienden. Pero yo sé que tú sí entiendes, Matías.


Luego, bajaron raudos a la Plaza de Armas. «A medianoche esto es nido de locas », te informaba mientras tú te percatabas de cómo esa pileta que tanto te gustaba contemplar de día se podía convertir en un paraje escabroso de noche. «El Tuturutu es un rosquete», te dijo sonriendo mientras señalaba la cima de la fuente en donde descansaba esa enigmática figura del soldado de bronce: « Toca la trompeta a medianoche para que los maricas lo vengan a ver». Se acercaron a la fuente y el Piraña metió la mano al agua y fue más libre que nunca: «Está heladita, Matías, ¿te tirarías a la pileta conmigo ?». Lo miraste callado, dejándolo ser: ahora, camaleón nocturno, impostaba la voz y jugaba con el agua como chiquilla enamorada, forzando los movimientos. ¿En verdad eso estaba pasando o, acaso, soñabas, Matías? ¿Era posible cambiar tanto de golpe?


--¿Cómo mierda sabes tanto de los maricas, Piraña? --le preguntaste asustado, para ese momento eras un nudo de palpitaciones--. ¿No que íbamos a ir a San Juan de Dios a buscar putas? ¿Qué te está pasando, hermano?


--Te tengo ganas, Matías, déjame chupártela, nadie se va a enterar --rogó con ojos de yegua en celo--. Al que hable se la parto. Vamos, a una cuadra hay un sitio, ¡te juro que yo mañana te ayudo con la Mayra!


«Mayrita», pensaste en un rapto de lucidez que, de pronto, te desalojó de la Plaza de Armas, « ¿ya ves por lo que me haces pasar, mamacita? ». Empezaste a correr con todas tus fuerzas. Dejabas atrás calles que no conocías. ¿Sabías en dónde estabas? No. Pero seguías corriendo. Y no pensabas parar hasta la casa de Mayra .


Por: Orlando Mazeyra Guillén

8:17:00

Pequeño rock and roll...

Publicado por ERICK CENTENO |



¿Quién te espera en una habitación de hotel?
¿Quién se estrena cuando tu te estrenas también?
Ayer te montaste aquella escena
para ver quien se dejaba querer.
Primero se acercaron dosy luego se borraron.

¿Quién te espera en una habitación de hotel?
¿Quién se estrella cuando tú te estrellas también?
Después, a la hora de la pena, dos gin tonics no te sientan tan bien
y tengo que ofrecerte yo el aire de la calle.

Pequeño rock and roll sudando en el jardín,
nunca quiso ser de nadie.
Ya sé que estás en otra, amor.
Pequeño rock and roll,
ya sé que estás a punto de decirme adiós.

Horas muertas en la habitación de hotel,
¿quién te espera? dime, ¿quién te espera esta vez?
Ayer te montaste aquella escena
para ver quien se dejaba querer
y tuve que ofrecerte yo el aire de la calle.

Pequeño rock and roll,
nunca quiso ser de nadie.
Ya sé que estás en otra, amor.

Pequeño rock and roll,
ya sé que estás a punto de decirme adiós.

Quique González...

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